La aureola de la celebridad nos deslumbra y ciertos personajes se convierten en iconos, en símbolos inasibles, lejos de la carne y del aliento. Cumpliendo la necesidad de la inconmensurable humanidad, que para no sentirse nadie, convierte a cada quien en hincha de los que brillan en la cancha.
Ellos dejan de ser hombres para ser dioses y nosotros no dejamos de ser anónimos mortales. Y nada peor para un héroe que matar su humanidad en los altares. Porque de la reverencia recibida desde la tribuna, no pasarán Y todo lo vivido y lo arriesgado y lo sufrido, quedará en el oropel póstumo y el bla bla bla de los que no nos atrevimos.
La impronta del gran Eduardo Galeano también corría ese riesgo. Pero no, felizmente, Eduardo, dejó su camino regado de frijolitos de humanidad, de carne y de aliento y, como en el caso que leerán, también de postales.(Jesús Hubert)
Ellos dejan de ser hombres para ser dioses y nosotros no dejamos de ser anónimos mortales. Y nada peor para un héroe que matar su humanidad en los altares. Porque de la reverencia recibida desde la tribuna, no pasarán Y todo lo vivido y lo arriesgado y lo sufrido, quedará en el oropel póstumo y el bla bla bla de los que no nos atrevimos.
La impronta del gran Eduardo Galeano también corría ese riesgo. Pero no, felizmente, Eduardo, dejó su camino regado de frijolitos de humanidad, de carne y de aliento y, como en el caso que leerán, también de postales.(Jesús Hubert)
Desde la calle | Por
Eduardo Abusada Franco
Mi pata Galeano
Llevaba algunos años
esperando escribir “esta gran” columna. Sabía que el hombre, de quien aprendí la
irrefrenable fuerza de las palabras, ya no andaba bien de salud cuando contacté
a unos amigos del Frente Amplio en Uruguay para hacerle, también, esa “gran
última” entrevista que nunca pudo ser. Así, que más temprano que tarde, lo que
tenía que pasar, pasó. El último lunes, Eduardo Galeano, escritor, periodista,
uruguayo, amante del fútbol, y sobre todo, amigo, dejó para siempre la Patria
Grande, nuestra inconclusa América Latina. La dejó con las venas más abiertas
que de costumbre, pero también con esperanzas.
Y perdónenme si caigo en la
pose del pseudo-intelectual snob que llora por la muerte de un escritor
referente continental de literatura izquierdista. No puedo evitar ser un
posero, la verdad, siempre lo he sido. Pero en esta ocasión, mis motivos y penas
son mucho más simples y mundanas, y tal vez sinceras. Tienen que ver con el
amor y el fútbol. Decía que esperaba escribir esa “gran” columna, porque
atesoro respecto a Galeano una hermosa anécdota, y pensaba que con ella haría
la legendaria entrevista o, en su defecto, la inolvidable columna a la muerte
del escritor. Pero hoy jueves que proso estas líneas —parafraseando a Vallejo,
y porque en verdad escribo los jueves para ser publicado los sábados—, no me
brota un asomo de inspiración. Así que sin más trámite y resumida la anécdota,
va así:
Apenas iniciada la Facultad
de Derecho y convencido de que me había equivocado de carrera, me puse a
conversar en el patio de la facultad con mi amiga Karina Vargas, quien me
comentó respecto a un tal Galeano. Casi no lo había escuchado antes. Esa misma
mañana fuimos a la biblioteca y sacamos sus libros, cualesquiera. A mí me tocó
uno que se llama “Días y noches de amor y de guerra”. Apenas leído, supe que
quería ser periodista, que quería ser como Galeano. Envalentonado por el
descubrimiento me metí a unas clases de periodismo en la Facultad de
Comunicaciones y me quedé conversando sobre vocaciones con el profesor, que a
la sazón era poeta. Al verme confundido, me preguntó qué quería hacer en mi
vida profesional. Le dije lo primero que se me ocurrió: “Quiero hacer lo que
hace Galeano”. Quiso el destino que el profesor-poeta sea amigo personal de
Galeano, y me alcanzó su dirección postal. Aún no usábamos mucho el correo
electrónico. Más allá del libro que había sacado de la biblioteca y de que era
hincha del Peñarol, no sabía más del uruguayo. Pasaron las semanas, y una
quinceañera depresión amorosa me jodió la vida. No sé bien por qué, pero le
escribí una carta a Galeano contándole mis pesares, vocaciones frustradas, y
amores rotos a la dirección que me dio el profesor. Agregué que era hincha de
Alianza Lima.
Ya me había olvidado del
tema, y pasados unos tres meses, una húmeda mañana miraflorina de mayo,
amaneció bajo mi puerta un sobre con un inolvidable rótulo: Galeano – Uruguay.
La llovizna que mojó el suelo había corrido la tinta, por lo que no estaba tan
seguro del nombre. Tembloroso de ansiedad lo abrí. Una melancólica tarjeta, con
el grabado de una carabela en una esquina, se convirtió entonces en mi más
preciado bien material. Decía y dice (la encontré esta semana entre mis papeles
viejos): “Montevideo, mayo del 2001. Querido tocayo: Una vez, en una pared de
tu ciudad, alguna mano anónima escribió: ‘El amor no muere: cambia de
domicilio’. Yo no sé si tenía razón; pero ayuda creerlo. Un abrazo, Galeano”. Y
finalizaba con su inconfundible rúbrica de la flor-chanchito.
Trece años después le
regalé el primer libro de Galeano que leí —4 veces— a la causante de aquella
carta enamorada. Hemos vuelto a ser amigos. Solo falta nuestro pata Galeano.