Pocas veces, como al compartir esta historia, he sentido con tanta intensidad y estremecimiento, que hay situaciones de la vida real que superan ampliamente, en este caso, en su horror infinito, a la fantasia, literaria o cinematográfica.
Lamentablemente no se trata de una pesadilla imaginada. Es el trasfondo escalofriante de la descomposición de nuestras sociedades latinoamericanas y lamentablemente, en la que llevan la trágica vanguardia, los paises centroamericanos.
Ya no se trata únicamente de los abismos sociales y económicos que claman un cambio urgente y definitivo, no. Es la degradación de la vida civilizada y la disolución de los causes institucionales mínimos que garantizan la convivencia humana. La delincuencia organizada, al rededor del negocio de la droga, ha desbordado todas las formas conocidas de violencia y de salvajismo. No sabemos si peores o iguales que las hordas mercenarias del pseudo fundamentalismo religioso del llamado Estado Islámico en otras latitudes, pero lo cierto es que ambos caballos del apocalipsis avanzan sin dique alguno, arrasandolo todo.
La sociedad humana está siendo triturada desde la cúspide de la escala social, por el poder económico y político y desde la base misma del cuerpo social, a través del crimen institucionalizado.
Las bandas criminales se entremezclan, se asocian y se confunden con los funcionarios corruptos de los estados. Ya no hay autoridad confiable. Es más, las mismas bandas usan la institucionalidad de los gobiernos, nacionales y locales, para liquidar a sus competidores en el negocio mafioso y criminal.
¿Que hacer? Si los estamentos sanos de nuestras sociedades no reaccionamos, estamos asistiendo, sin duda alguna, al final de la civilización humana.
¿Y tiene que ver esto con el sistema económico y social que nos rige? Por cierto que si. Vivimos inmersos en un universo basado en el valor supremo del dinero como fin último para todo ser humano. Por el dinero se engaña, se traiciona, se roba y se mata. Alli está la raiz, a la vez estructural y axiológica, del drama que vivimos.
No dejen de leer el siguiente informe. Después de hacerlo, ya no serán los mismos. (Jesús Hubert)
Sobrevivir a lo imposible: mis 7 años como esclava sexual de
Los Zetas y Cártel del Golfo
Por Medios CC/CL 12/08/2016
Daniela fue raptada en Nicaragua por narcos
mexicanos para prostituirla en Tamaulipas. Después de un largo secuestro, huyó
y narra a VICE News cómo es el negocio del sexo manejado por los cárteles:
chips bajo la piel y clientes que pagan por torturar
Oscar
Balderas | news.vice.com
| 10/08/2016
Una mujer aterrada viaja en una
camioneta que recorre Tamaulipas, México. No sabe a dónde va y para qué.
Sólo sabe que si se quita la venda de los ojos, la ejecutarán. Que esos
hombres armados que la custodian son tan sádicos que parecieran paridos
en el infierno. Y que ese podría ser su último día con vida.
Esa mujer desciende con miedo de la
camioneta. Las piernas le tiritan mientras entra a una quinta grande,
polvosa, aislada bajo el calor desértico de la frontera entre México y
Estados Unidos. Le ordenan quitarse la venda y avanza detrás de los
hombres armados. Atraviesa una habitación, otra, un pasadizo, un túnel.
La mansión se va oscureciendo mientras desciende unas escaleras y sus
ojos se fijan en una luz tenue y roja que cubre todo lo que hay en un
sótano casi sin muebles: cuerpos desnudos y encadenados a las columnas
que van de techo a piso.
Ahí hay jóvenes que agonizan. Desvanecidas, sostenidas sólo por cadenas. Que balbucean a través de hilos densos de saliva y sangre. Que parecen estar en sus últimas horas de vida. Y alrededor de ellas merodean hombres que sonríen y las violan, ríen y las golpean, se tocan los genitales y las hieren con cuchillos.
Ahí hay jóvenes que agonizan. Desvanecidas, sostenidas sólo por cadenas. Que balbucean a través de hilos densos de saliva y sangre. Que parecen estar en sus últimas horas de vida. Y alrededor de ellas merodean hombres que sonríen y las violan, ríen y las golpean, se tocan los genitales y las hieren con cuchillos.
Esa mujer asustada cierra los ojos. Cree
que hay cuatro, cinco, seis mujeres. Sus custodios la obligan a mirar
y, para evitar llorar, pone la mente en blanco y enfoca un altar y unas
velas. La sangre que se esparce en el piso desprende un intenso olor a
hierro, como de ferretería vieja, como sabor a moneda bajo la lengua.
Se pregunta en silencio ¿de dónde sacaron a esas mujeres?, ¿en dónde quedarán sus cuerpos? Y cuando pregunta en voz alta por qué le hacen eso a las jóvenes, un hombre armado, con gesto “aburrido” responde con naturalidad “porque esos clientes son buenos y pagaron mucho dinero”.
Se pregunta en silencio ¿de dónde sacaron a esas mujeres?, ¿en dónde quedarán sus cuerpos? Y cuando pregunta en voz alta por qué le hacen eso a las jóvenes, un hombre armado, con gesto “aburrido” responde con naturalidad “porque esos clientes son buenos y pagaron mucho dinero”.
Entonces esa mujer aterrorizada cae en
la cuenta: está ahí para saber que ese es el destino “normal” para una
esclava sexual que, como ella, está secuestrada por un cártel. Así es la
vida en cautiverio cuando el cerrojo lo tiene el Cártel del Golfo.
Para seguir leyendo, favor de presionar: MAS INFORMACIÓN
Esa mujer lleva tanto tiempo en un
cautiverio sin calendario, televisión o periódicos, que no sabe que
lleva unos cinco años secuestrada. Y después de esa tarde, pasará poco
más de dos años más en las redes más violentas de explotación sexual.
Acumulará siete años y medio como una esclava sometida, primero, por Los
Zetas y luego por los rivales “de la última letra”.
Y cuando huya de ese cautiverio, contará
a las autoridades mexicanas de la Unidad Especializada en Investigación
de Tráfico de Menores, Personas y Órganos que son ciertos los rumores
sobre lo que pasa en Tamaulipas, un estado que se ha ganado el apodo de
“Mata-ulipas” porque 7.200 de los suyos han sido asesinados en los
últimos cinco años, según datos oficiales.
Esa mujer narrará lo que muchos aún
creen que es un mito: que a las víctimas les colocan chips para impedir
que huyan, que los narcos se deshacen de los cuerpos con “técnicas” de
horror, y que hay clientes que pagan por torturar y casi nadie de las
víctimas se salva.
Casi nadie, excepto Daniela.
El caso imposible
Si existieran categorías, los largos
secuestros por esclavitud sexual en redes del crimen organizado podrían
dividirse en tres tipos: los típicos, de mujeres que un día son raptadas
sin petición de rescate y permanecen desaparecidas mientras el paso del
tiempo dificulta su regreso, como la mexicana Stephanie Sánchez, cuya
última certeza es que hace casi 12 años fue sustraída para convertirla
en la “novia” de un jefe del cártel de Los Zetas. Un segundo tipo son
los casos que sólo se resuelven en ficción, como el del personaje de la
telenovela argentina Vidas Robadas, “Juliana Miguez”, quien después de
pasar un año en una red de trata de personas logra recobrar su libertad y
encontrar el amor verdadero, aunque la persona real en la que se basó
su historia, la tucumana Marita Verón, siga siendo buscada en fosas
clandestinas de bandas de explotación sexual
por su madre, la activista Susana Trimarco. Una tercera categoría sería
la de sobrevivientes — casos rarísimos — como la colombiana Marcela
Loaiza, quien después de 18 meses de rapto por la Yakuza japonesa pudo
escapar y su extraordinario testimonio la convirtió en una celebridad y
escritora de libros sobre su experiencia como víctima.
Pero el caso de Daniela no
cuadra aún en ninguna categoría. Habría que crear para ella un cuarto
tipo, el de los imposibles: volver de unos 90 meses secuestrada por dos
cárteles en la región más violenta de México. Su caso es histórico, más
si se toma en cuenta que el llamado “secuestro más largo de México”, por
la asociación civil Alto al Secuestro, fue el de Priscila Lorea, quien
estuvo retenida por dos años, dos meses y ocho días.
Luego de unos 7 años de cautiverio como víctima de explotación sexual, Daniela habla sobre lo que pasa en la frontera norte de México. (Imagen por Daniele Giacometti/VICE News |
— Yo calculaba que tenía varios años secuestrada, pensé en cuatro, cinco… —recuerda Daniela,
sentada en un restaurante al poniente de la Ciudad de México, en una
entrevista exclusiva con VICE News. — Cuando me rescataron y las
autoridades me dijeron el tiempo, sentí como si el mundo me cayera
encima.
— ¿Por qué no tenías idea del tiempo?
—le pregunto, mientras da pequeños sorbos de agua frente a una pizza que
mira con inapetencia.
— Yo no estuve en una casa de seguridad,
como se guardan a los secuestrados. Cuando es trata de personas, es
diferente porque no hay rescate, ellos quieren que tu familia piense que
estás muerta para que no te busquen. No te guardan, te ponen a
trabajar, te sacan a la calle, a los bares, a los tabledance. Parece que
eres una mujer libre, pero no lo eres.
— ¿Podías saber, al menos, el mes en el que vivías?
— No. A veces, cuando estaba con un
cliente, me enteraba del mes o del año porque salía en la conversación.
Pero si la gente que me tenía [secuestrada] me escuchaba preguntar algo
así, me golpeaba muy feo, así que no lo hacía. No podía escuchar radio,
ni televisión, ni leer periódicos, ni nada. Dormía en una casa de ellos,
me llevaban con los clientes, a hacer cosas muy feas, me quitaban el
dinero y me regresaban a dormir.
— Lo entregabas a los narcos que te raptaron…
— Primero, a Los Zetas. Luego, estuve con los del Golfo… y [luego] ya, me ayudaron a escapar…
— ¿Cuánta gente no tuvo tu suerte, Daniela?
— Vi a mucha gente morir, morir de
formas espantosas. Nadie se imagina lo que tuve que ver. Quiero hablar
porque la gente tiene que saber lo que está pasando en la frontera con
las jovencitas desaparecidas y con muchas de las que están dando
sexoservicio en las zonas del narco…
‘Estás con Los Zetas’
A Daniela la engañaron los
narcos mexicanos, porque sabían su punto débil: la pobreza. Como
costurera de una maquila en Nicaragua, ganaba apenas lo mínimo para
proveer a sus hijos y a su madre. Las deudas la consumían y un préstamo
era una oportunidad que no podía rechazar, así que cuando le ofrecieron
dinero, ella aceptó que una desconocida la llevara a una supuesta
reunión informativa en la frontera de su país y Honduras, donde
determinarían si era elegible para la ayuda financiera.
Era abril de 2008. Daniela
llegaba a los veintitantos años con una figura esbelta, pequeña y con
una piel morena tensa, incompatible con las arrugas. Sus rasgos
angulosos y respingados eran los de una típica joven centroamericana.
Pero hoy, esa imagen resiente las secuelas del secuestro: ha ganado
peso, tiene cicatrices que le salpican la cara, un ojo desviado y medio
rostro paralizado por las golpizas que recibió y que fueron paliadas por
una cirugía plástica de seis horas. Lo que sigue como siempre es su
largo cabello negro.
A diferencia de
Honduras y El Salvador, Nicaragua era un país relativamente tranquilo.
Acaso por la pobreza extrema que se vive ahí, los cárteles y las
pandillas tardaron en contemplar a la patria del poeta Rubén Darío en
sus planes de expansión. Por eso,Daniela no sospechó cuando la
camioneta que la llevaba a la reunión informativa, junto a dos mujeres
más, supuestamente se averió en un tramo desolado en la carretera. De la
maleza, salieron varios hombres armados que las obligaron a subir a
otros vehículos, mientras los organizadores del préstamo salían ilesos
del asalto.
Daniela se sumó a un grupo de
15 mujeres que ya iban retenidas. A todas les quitaron sus
identificaciones y les exigieron las direcciones de los domicilios
familiares; si mentían o si trataban de huir, torturarían a sus hijos o
padres hasta matarlos. Les dieron jeans limpios, playeras tipo polo,
gorras blancas, y la instrucción de decir, en cada estación migratoria
de Honduras, Guatemala, Belice y México, que viajaban a Chiapas como
parte de una excursión turística. El grupo llegó legalmente y por tierra
hasta Comitán, México, después de dos días de un viaje silencioso y
angustiante.
La primera parada fue el tabledance El
Babilonia, un local sucio, oscuro, maloliente principalmente para
migrantes que se inflaban la hombría con cerveza. Daniela tuvo
ahí su primer contacto con la prostitución forzada: durante 15 días, fue
obligada a dar servicios sexuales y, si el cliente se quejaba de su
inexperiencia, era golpeada.
— Nos hacían hacer cosas muy
humillantes. Una les decía ‘¿pero por qué quieres hacer eso?’ y decían
que ya habían pagado por nosotras, que teníamos que hacer lo que
quisieran. Yo no sabía hacer muchas cosas y, pues, me golpeaban para que
aprendiera —cuenta Daniela.
Esa fue sólo su iniciación. A las dos
semanas de pisar Chiapas, el grupo armado subió en una camioneta a todas
las mujeres y emprendió camino al norte del país. De vez en cuando,
daban a sus secuestradas a otros hombres en distintos pueblos. Las
repartían como paquetes. A una la entregaron en Chiapas, a otra en
Tabasco, a algunas más en Veracruz. Daniela fue la última en
bajar de la camioneta y entonces supo la “plaza” en la que debería
trabajar: en un letrero leyó “Nuevo Laredo”, Tamaulipas.
Alguien, envalentonado por el arma que
sostenía, le presumió el grupo que la tenía secuestrada: “¿ya te diste
cuenta? Estás con Los Zetas”.
A partir de entonces, el tiempo se torció para Daniela.
Daniela, Toñito y la vida en cautiverio
Daniela se acuerda de Toñito
y le viene un llanto incontrolable. Pierde el habla, se le agita el
pecho, se jala los dedos. Compartiendo cautiverio, eran una especie de
hermana mayor y menor. El niño tenía 12 años cuando se conocieron, ella
prefiere no precisar su edad.
Al llegar a Nuevo Laredo, ambos fueron obligados a trabajar en El Danash, un tabledance que controlaban Los Zetas
en la zona centro de la ciudad fronteriza. Ella era una bailarina y
edecán que debía sonreír siempre, coquetear y esconder la profunda
tristeza que sentía por su familia para poder llegar al “tabulador” de
diez servicios sexuales y evitar así una golpiza. Él era mozo,
mensajero, halcón y DJ que debía lucir siempre contento, dispuesto y
vigoroso, incluso cuando era rentado a hombres que viajaban desde
Estados Unidos para tener sexo con niños.
Ambos vivieron lo mismo: los hospedaban
en casas de seguridad de donde sólo salían para ir al tabledance o a
casas u hoteles con los clientes. Los obligaban a emborracharse con los
comensales, a esnifar cocaína y a ofrecerse como pedazos de carne
resistentes a las peores humillaciones.
Los clientes regulares pagaban por sexo
con ellos en los privados del Danash, mientras que los clientes VIP —
casi siempre rubios, maduros, respetables hombres de familia en Estados
Unidos — compraban días de descontrol que incluían sexo violento y la
“diversión” de torturarlos. Hombres que se excitaban más con el
sufrimiento ajeno que con el acto sexual.
A Daniela la buscó su familia
en los primeros años de su desaparición. Pusieron una denuncia ante las
autoridades nicaragüenses, fueron a la televisión local, pagaron por
afiches con el rostro de la costurera, pero el tiempo y el dinero
vencieron la búsqueda. A los dos o tres años de esperar infructuosamente
su regreso, la dieron por fallecida y se resignaron a una vida sin
ella. Lo mismo habría pasado con los seres queridos deToñito, piensa Daniela.
A ella le quemaban las piernas con un
fierro caliente por no saber descolgarse del tubo de la pista de baile; a
él, por llorar durante las violaciones que sufría, y le quitaban la
comida hasta que apenas podía ponerse en pie. A ella la azotaban cuando
pedía un día de descanso porque le ardían los genitales; a él le daban
bofetadas en la boca que le aflojaban los dientes, si se negaba a
emborracharse con los hombres y mujeres que le pedían hacer cosas
indecibles.
Cuando sus captores no los miraban,
ellos rompían la regla de no hablarse dentro de la casa de seguridad y
fantaseaban sobre lo que harían en libertad. Así sobrevivieron por años,
imposibles de calcular.
— Pobrecito mi Toñito, tenía 12
añitos cuando nos conocimos y cada vez que lo pedían, lloraba. De tanto
hacer “eso”, creció enfermo hasta los 16, 17, creo. Tenía un problema
en el intestino y como ya no podía ‘desempeñarse’, lo llevaron a un
monte conmigo…
El relato de Daniela es una
muestra de la crueldad con la que los cárteles mexicanos manejan el
negocio del sexo: en un monte despoblado, “hermana mayor” y “hermano
menor” fueron enfrentados. Los Zetas dieron a ella una pistola y le
ordenaron matar al menor, inservible por su frágil salud para seguir
como sexoservidor. Ella se negó y entonces la pistola pasó a manos de
él, a quien le ordenaron disparar para salvar su vida. Ninguno pudo
balear al otro y los Zetas, furiosos, decidieron actuar por ellos
mismos.
— Él nunca pudo, ni yo tampoco.
Entonces, lo colgaron y empezaron a cortarlo. A hacerle heridas. Y me
decían ‘¿no te da pesar?, ¿por qué le hiciste eso, si dices que lo
quieres? Mira lo que nos obligas a hacerle’. Hasta el final, le dieron
un balazo en su cabecita. Caí en el suelo, comencé a llorar, gritar, me
patearon, me subieron a una camioneta y no supe más de él.
Los ‘Zetas’ rompen con sus jefes
Daniela narra que después sabría que se trataba de una prueba: si era capaz de matar a Toñito,
serviría como sicaria; si no, pasaría droga y seguiría como esclava
sexual. Al no poder matar a su “hermanito”, Los Zetas le asignaron
traficar con cocaína hacia Reynosa, Ciudad Victoria, San Luis Potosí y
esa nueva posición en el grupo la llevó a conocer a los jefes de la
agrupación desde lejos: al ‘Z-40’, el ‘Metro 3’, ‘El Catracho’…
Se trataba de un movimiento común en la
trata de personas, cuando es manejada por los cárteles: las secuestradas
con más años de esclavitud tienen más dificultad de obtener ingresos
por servicios sexuales frente a las nuevas víctimas, así que se les
deriva a nuevos roles, especialmente aquellos donde es más probable que
las asesinen las fuerzas militares. Se convierten en seres desechables,
sicarias, pasadoras de droga, halcones, cobradoras de extorsión,
emboscadoras de vehículos oficiales.
Uno de los jefes del narco que se quedó grabado en su mente fue Salvador
Martínez Escobedo, ‘La Ardilla’, el sádico mando de 31 años que se
movía por el Danash como si fuera su casa. La leyenda decía que mataba
primero y averiguaba después, un rumor que Daniela confirmó
cuando vio personalmente cómo ordenaba la matanza de 72 migrantes
centroamericanos en San Fernando, Tamaulipas en 2010, por la cual hoy
‘La Ardilla’ duerme en una zona de alta seguridad de un penal federal en
el sureño estado de Oaxaca. El motivo: Salvador creyó que los viajeros
iban a reforzar la tropa de sus enemigos y, ante la duda, prefirió
ordenar su fusilamiento. Este relato está en la denuncia interpuesta
ante la Unidad Especializada en Investigación de Tráfico de Menores,
Personas y Órganos, a la que VICE News tuvo acceso.
Fragmento de las
declaraciones que dio Daniela a autoridades mexicanas sobre su contacto
con importantes capos de la droga. (Imagen por Daniele Giacometti/VICE
News).
— ‘La Ardilla’ era un desalmado. Yo vi lo de San Fernando, yo estaba… fue horrible —dice Daniela,
quien abre los ojos cuando le muestro en mi celular una fotografía del
narco riéndose en el hangar de la Policía Federal. — Ese, ese es. Ese
señor… es el más malo, el peor de todos…
Fue tanta la cercanía que llegó a tener Daniela
con los mandos del cártel, que fue testigo de un hecho clave en la
violencia en México: en algún momento del año de la matanza de San
Fernando, Los Zetas iniciaron su ruptura con El Cártel del Golfo como su
guardia armada. Envalentonados por el dominio que tenían en el estado,
Los Zetas se separaron de los jefes a los que protegían y se
autoproclamaron un cártel autónomo. Daniela quedó en medio de
esa guerra separatista en la que murieron decenas — ¿cientos? — de
mujeres víctimas de trata que eran reclamadas por un bando y el otro. Se
salvó gracias a que uno de sus captores originales decidió quedarse del
lado de “los golfos” y uno de ellos exigió que fuera su amante.
— Cuando este hombre me dice que voy a
ser su amante, me llevan a un lugar, agarraron una navaja y me abrieron
en el pie, por el empeine. Me pusieron un chip para localizarme y, si me
escapaba, me iban a buscar, si iba con las autoridades.
Daniela creyó que ser amante de
‘El Viejón’, el apodo de su amante convertido en jefe del Cártel del
Golfo, la libraría de los servicios sexuales forzados. Se equivocó: él
la mandó de regreso a los tabledance y ella pensó que, ahora sí, la
suerte de seguir viva se le terminaría.
Que su vida acabaría en alguna pista de baile. O en un lugar peor.
La vida con el Cártel del Golfo
En Tamaulipas pasan cosas sorprendentes,
violentamente distintas al crimen de cualquier otra ciudad del mundo:
el narco se pasea a plena luz del día en autos conocidos como
“monstruos”, vistosos tanques blindados en los que pistoleros matan
policías; los candidatos a puestos populares son asesinados en las
elecciones y repuestos con una pasmosa facilidad; y los cárteles colocan
cámaras de video en los postes de luz, mientras la autoridad duerme.
En junio de 2015, el Grupo de
Coordinación de Tamaulipas reportó que se habían desmantelado 180 lentes
de videovigilancia que los cárteles instalaron en la vía pública para
monitorear a los habitantes de ciudades como Reynosa, San Fernando, Río
Bravo. El narco tenía ojos y oídos en el estado.
Y en el negocio de la explotación sexual no es diferente: bajo las nuevas órdenes del Cártel del Golfo, Daniela
sabía que los clientes eran grabados desde que entraban a los
tabledance. Que las habitaciones del antro y de los hoteles tenían
cámaras y micrófonos ocultos. Que las mujeres obligadas a prostituirse
llevaban cámaras escondidas hasta en los botones de las blusas. El narco
ve desnudos a los clientes y los espía para evitar que entablaran
conversaciones personales con las víctimas.
— Hubo varias que las mataron por
intentar escapar. Los narcos tomaban video de cómo las maltrataban y nos
obligaban a verlos para que no nos atreviéramos a huir.
— ¿Qué hacían con los cuerpos, Daniela?
— Las más adictas, ya no servían y las
desaparecían. Ellos mismos decían ‘póngase vivas, porque van a terminar
como La Fulana en el barril’. Tenían jaulas, había un león ahí en
Reynosa, en una casa. Ahí echaban también los cuerpos.
— ¿Al león? — le pregunto casi sin
querer creerle, aunque esto lo haya denunciado en una averiguación
previa ante la Procuraduría General de la República.
— Sí, sí, supe que las echaron, porque
nos enseñaron el video. El animal se comía parte de los cuerpos y con
una manguera quitaban la sangre que se iba por la tubería.
— ¿Así desaparecían los cuerpos?
— Sí, los que ellos mismos mataban o los que los clientes mataban.
— ¿Viste menores de edad?
— Supe que había, pero a ellas no las
llevaban al table. Las guardaban para los mejores clientes y se las
llevaban a su domicilio o a casas que tenía el grupo para los gringos
que venían a México a eso.
Con el Cártel del Golfo, Daniela
conoció la quinta grande, polvosa, aislada bajo el calor desértico de
la frontera con Estados Unidos, donde los clientes más adinerados
torturaban y mataban a mujeres por placer. El lugar con olor a hierro,
como de ferretería vieja, como sabor a moneda bajo la lengua. Y supo de
los calabozos y las casas de seguridad, donde guardaban a los
secuestrados. En uno de ellos, la obligaron a cuidar a una pareja que
esperaba el pago de su rescate y Daniela, segura de que tanto tiempo secuestrada sólo vaticinaba que pronto sería asesinada, los liberó.
— Cuando yo los miré tan tristes, y era
la primera vez que me dejaban cuidar a alguien, pensé ‘de todos modos
estoy condenada, me van a matar de todos modos’. Yo los dejé ir, que
corrieran y se escondieran.
Cuando ‘El Viejón’ volvió y no vio a sus secuestrados, Daniela
pagó el agravio: la golpearon hasta casi matarla y desvanecida la
llevaron a un campo, la acostaron y su amante subió a un tractor y
amenazó con pasarle encima para que los fierros del vehículo deshicieran
su cuerpo. Algo sucedió — tal vez un retorcido concepto del amor — que
su pena de muerte se conmutó por horas de humillaciones en el campo, de
rodillas, frente a los miembros del cártel.
— Luego ese señor me encerró en un
camión. Yo no comía, ni bebía nada. Yo me estaba muriendo, porque no
comía nada. Y cuando miró que me iba a morir, me mandó de nuevo a otro
table. Y empezó de nuevo: cada día era igual. Un tipo se encargaba de
que cumpliéramos con los 10 servicios sexuales, cada uno en 500 pesos.
Era un lugar muy remoto, era muy difícil entrar. Por un servicio que no
hiciera, me golpeaban. No tenía ropa, así que no había forma de huir.
Además, nos vigilaban en la caseta de Reynosa. Ahí la gente de las
casetas están pagados por los señores y les avisan quién entra y quién
sale —dice Daniela.
Según Daniela, para controlar y ubicar en todo momento a sus víctimas de prostitución forzada, el Cártel del Golfo pone chips en sus pies. (Imagen por Daniele Giacometti/VICE News) |
El
último Diagnóstico Nacional sobre la Situación de Trata de Personas en
México, publicado en 2014, se refiere a esa complicidad entre
autoridades y criminales. El estudio establece tres niveles de actuación
de los tratantes: en el primer nivel los victimarios son familiares de
las víctimas; en el segundo nivel son grupos delictivos locales; y en el
tercer nivel están los cárteles, que integran a miembros de grupos
delictivos y a funcionarios de instituciones estatales y federales.
En México, hay 47 grupos criminales
dedicados a la trata de personas y el foco rojo está en la frontera
norte y sus bares y discotecas: “en Ciudad Juárez, Nuevo Laredo,
Tijuana, Reynosa y Matamoros se ejerce el derecho de piso y donde los
empresarios de este sector son coaccionados para que en sus
establecimientos vendan drogas y se ejerza el trabajo sexual”, relata el
informe que dibuja el modus operandi del rapto de Daniela. “Estos grupos tienen líderes de México, Centroamérica y los Estados Unidos de América”.
— ¿Qué hubiera pensado un cliente, si te viera en esos bares? ¿Sospecharía que estabas secuestrada?
— Jamás. Se cuidaban mucho de no
golpearme la cara, sólo el cuerpo, y en la oscuridad del hotel se
disimulaba un poco. Había quienes veían mis golpes y sólo volteaban para
otro lado y seguían.
— ¿Nunca les dijiste que estabas secuestrada?
— No, porque si me escuchaban decir eso, me podían matar. Yo creo que lo decía con los ojos…
Daniela hace una pausa en su
relato. En el segundo día de entrevista, ha contado todo, pero prefiere
reservarse un capítulo para sí misma: su escape y la extracción del
chip. No hay detalles, sólo un rápido recuento: alguien en Tamaulipas
supo de su secuestro, se jugó la vida y la ayudó a escapar en la cajuela
de su auto. Esa persona aún vive en las zonas que controla el Cártel
del Golfo, así que no da detalles. Sólo eso: “me ayudaron, me sacaron
del lugar, me pagaron transporte a la Ciudad de México y huí de ese
lugar”. Nada más.
— Si cuento más, van a matar a esa persona y no me lo voy a perdonar.
Apenas llegó a la Ciudad de México el año pasado, Daniela
contó su historia en la Subprocuraduría Especializada en Investigación
de Delincuencia Organizada (SEIDO) y la mandaron de vuelta a Nicaragua.
Pero la ONG Comisión Unidos Contra la Trata se enteró de su caso y le
dio seguimiento. Una integrante de esa asociación viajó por cielo y
tierra hasta Centroamérica y ayudó a Daniela a ponerse en
contacto con la fiscal Ángela Quiroga de Fiscalía Especial para Delitos
de Violencia contra las Mujeres y Trata de Personas de la Procuraduría
General de la República y con su testimonio se abrió un expediente
judicial. Ahora, Daniela recibe el tratamiento psicológico que
no hubiera recibido en su país, mientras espera que la justicia
investigue y llegue hasta los culpables.
Daniela tiene abiertos dos
frentes de lucha: su recuperación física y la reconstrucción emocional. Y
ya empieza a acumular victorias: tiene una visa humanitaria que que la
mentiene en México, donde pretende un nuevo inicio.
— Yo sólo pensaba en mis hijos… yo
decía, ‘Diosito, ayúdame, no me dejes morir aquí, déjame vivir para
encontrarme con mis hijos, seguro me están buscando’. Me enojé con Dios,
sí, la verdad, pero él no me abandonó —cuenta aún sin tocar la pizza
que se ha enfriado frente a ella durante la primera sesión de
entrevista.
— ¿Qué pensaste cuando te escapabas?
— Que era un sueño. Me decía ‘¿estás soñando?’. Yo no lo podía creer. Soñé tantas veces con eso que… no sé, era un sueño.
— Casi nadie regresa de esos largos secuestros…
— ¡Ay, cómo quisiera que todos volviéramos! Pero esa gente…
— ¿Qué planeas hacer ahora?
— Quiero poner mi taller de costura, quiero volver a empezar. Dar pláticas, talleres, hacer vestidos…
“Aquí estoy, mamita”
Una mujer habla por teléfono a su casa
después de más de siete años. En algún lugar de Nicaragua, el timbre
repica. “¿Aló? ¿Mamá, eres tú?”. “¿Quién habla?”. “¡Mamá, soyDaniela,
tu hija!”. Y del otro lado hay un silencio que se alarga. “¡Mamá, soy
yo!”. Y más silencio. “Sí, ajá, ¿qué necesita?”, responde una anciana
desde Centroamérica.
La frialdad sorprende a la mujer. La
descoloca. Pero entiende: “para ella, yo morí hace años y siente que le
está hablando un fantasma. “¡Mamita, soy yo, de verdad! ¡Pregúntame lo
que quieras para que veas que soy yo”. Y la anciana abre en su mente una
gaveta con recuerdos: “¿en qué fecha nació tu hermanita?, ¿de qué color
era tu vestido de quince años… que te bordé para tu fiesta?, ¿verdad
que te quedaba muy bien tu vestidito?”.
“¡No, mamá, no me quedaba bien, usted me
hizo ese vestidito, pero me quedaba grande de acá!” y aunque está al
teléfono, desde una oficina policial en la Ciudad de México, se toca las
piernas simulando que la tela le impide lucir los zapatos. Pero el
silencio sigue.
De pronto, esa mujer escucha que su
mundo explota. “¡HIJA, ESTÁS VIVA!”, grita la anciana por teléfono y
ambas entran en un llanto feliz, acumulado, que quiere compensar tanto
sufrimiento. “¡Aquí estoy, mamita, aquí estoy!”.
Daniela ahora participa en la campaña global “Hoja en Blanco”, que busca dar un nuevo comienzo a las sobrevivientes de trata de personas,. (Imagen por Daniele Giacometti/VICE News) |
Esa mujer desciende
con alegría de un avión en verano de 2015. Las piernas le tiritan
mientras entra al aeropuerto internacional de la capital de su país,
pequeño, austero, bajo el calor selvático de Centroamérica. Le ordenan
mostrar sus documentos que ha conseguido con ayuda de las autoridades
consulares y avanza detrás del resto de los pasajeros. Atraviesa una
habitación, otra, escaleras, la estación migratoria. El edificio se va
aclarando. Se abren las puertas de la sala de llegadas internacionales y
sus ojos se fijan en un niño pequeño, uno jovencito y una adulta, junto
a una anciana, que brincan de emoción al verla. Ahí está la familia. La
abrazan. Se besan. Balbucean. Están en sus primeras horas de una vida
que creyeron que se había acabado.
Entonces, esa mujer extasiada cae en la
cuenta: así es la vida como debió ser, sin el cerrojo de Los Zetas, ni
del Cártel del Golfo. Sobrevivió. Y sueña con el día en que cuente cómo
resistió a dos cárteles y prevenir, con su testimonio, que más mujeres
caigan en las redes trata de personas de los grupos más violentos de un
país “en guerra”.
Pero, por ahora, sólo es una mujer que sabe que ya no viaja aterrada. Es una mujer que va de vuelta a casa.
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