¿ Y còmo? En este articulo que reproducimos, hay algunas respuestas que pueden orientarnos
Este hombre Adámico existió en plenitud de vida. Todas las potencialidades estaban contenidas en él y, en consecuencia, no cabe argumentar sobre cuál era su sexo: el Adán, la Humanidad en su primera manifestación, era perfecta, completa y, por ello, contenedora de ambas polaridades –hombre y mujer a la vez- es decir, andrógina.
Ese estado de plenitud en el que el ser humano era una unidad escindida del Creador fue alterado por El de manera sustancial. En ese momento de la Creación, lo que se produjo fue un acontecimiento clave y definitivo para la Humanidad y para toda la obra: el creador separaba en partes lo que en esencia era uno. Aquel Adán, ejemplo viviente de la armonía entre los polos opuestos, expresión puntual del equilibrio universal, fue separado en sus dos principios básicos: el masculino y el femenino, es decir, la voluntad o intención por un lado y la capacidad creadora por otro.
La Creación es como un viaje de ida y vuelta, en el que la involución es la ida y la evolución es el regreso. Cada vez que en nuestro acontecer diario “separamos”, estamos alejándonos de la unidad, del origen: estamos involucionando y eso define un nivel evolutivo poco maduro.
Pero sin en nuestra actividad diaria trabajamos para agrupar tendencias, entonces no cabe duda de que estamos en la fase terminal del viaje, próximos a conseguir el grado de perfección que tuvimos cuando éramos uno.
La Creación de Eva representa, sin duda, la culminación de un proceso separativo, de alejamiento de la unidad original. A partir de ese momento, lo masculino y lo femenino, el hombre y la mujer resultantes, evocan desde su simpleza a aquel ser completo, origen y final de su individualidad: cada ser es la mitad de un todo que intenta, en virtud de esa otra fuerza de atracción, encontrar su otra mitad para restituirse al equilibrio inicial. Bien podemos decir que la persona elegida por nosotros para contraer el matrimonio es esa otra mitad y simboliza la reintegración de la parte separada –Eva- para restaurar la unidad, el crisol del alquimista donde los elementos se convierten en conjunto tras una reacción química, el camino iniciático.
Y quizá también por su carácter de camino iniciático, el matrimonio es lo menos parecido a un estado o situación. Nada en él es permanente, salvo el vínculo. Todo lo demás serán situaciones cambiantes que enfrentan a los aspirantes a pruebas y más pruebas hasta que se produce la reintegración definitiva y total, hasta que en ambos cónyuges se ha formado el Adán primigenio. Pero no es tarea fácil, ni corta. El matrimonio es para la mayoría cualquier cosa antes de lo que acabamos de exponer y, por eso, pocos son los casos en que se consigue el efecto de integración. Lo común es aceptar la figura matrimonial mientras produce felicidad y rechazarla ante las dificultades. De este modo, los intentos de restauración de la unidad en el ser quedan abortados, y el proceso alquímico iniciado, frustrado.
El mecanismo de las proyecciones se produce de manera natural, sin que medie una acción conciente ni por parte del emisor ni por la del receptor. Todos somos imanes que atraen y objetos atraídos a la vez, de manera que el encuentro con aquel que responde a nuestra invisible llamada es inevitable.
El encuentro del “otro Yo” representa, pues, el comienzo de un proceso auténticamente iniciático a través del cual cada uno de los personajes irá descubriendo en el otro aspectos ignorados de sí mismo. La aceptación o el rechazo de tales evidencias supondrá la integración o no y la transmutación que conduce a la unidad, al estado de plenitud. El camino no es fácil y los aspirantes tendrán que superar muchas dificultades. La primera prueba a vencer es, sin duda, el espejismo del enamoramiento. En la primera fase, cada uno descubre en el otro las proyecciones más hermosas de si mismo, es decir, la pantalla solo refleja lo mejor de nosotros. Ante tan maravilloso paisaje es fácil quedar prendado de la proyección produciéndose el enamoramiento, pero ¡ojo!, el sujeto del que nos enamoramos no es sino la proyección de nuestras, las maravillosas cualidades, no de la totalidad, y hay que saber superar el tránsito que descubre la verdad desnuda algún tiempo después.
El encuentro del compañero de vida responde, en consecuencia, a la necesidad de descubrir cada uno su otra parte invisible y su consiguiente integración al yo consciente. Encontrar al otro Yo representa empezar a conocerse, cómo uno es realmente, con independencia de las propias apariencias y de las máscaras utilizadas. Es adentrarse hasta lo más profundo del propio inconsciente para liberar el Yo dormido y, con él, muchas cualidades desconocidas y aún repudiadas por el ser. Nada quedará “para otra ocasión” después de que la pantalla haya aparecido y dado comienzo a la proyección: el inconsciente, hasta ese momento ignorado, se hará tan evidente como el propio rostro. Ese Yo dormido, pletórico de facultades, será personificado por el compañero o compañera atraídos. Sea de nuestro agrado o no, el cónyuge refleja nuestra otra mitad sin adornos ni contemplaciones y ese mismo trabajo hacemos nosotros para con él. Visto de esta manera, el matrimonio, lejos de ser un estado de alegrías y felicidad o una institución para crear familia, es, ante todo, un centro de formación humana, un laboratorio donde, a partir de los elementos, se puede formar al ser completo, Uno, como aquel Adán primigenio.
Pero no todo son rosas y, cuando el “otro” refleja en su conducta aspectos desagradables reprimidos en nosotros, no los identificamos como propios y afirmamos, muy convencidos, que el malo es él. Hemos perdido el sentido de Unidad que integra los dos polos opuestos y solo nos identificamos con uno. Por eso, cuando el otro polo molesta, y puesto que no lo percibimos como propio, no nos cuesta demasiado desprendernos de él. La frase “no nos entendemos” pretende justificar cualquier decisión por mucho que la misma atente a algo tan esencial como lo descrito. Y nadie repara en el hecho de que con ello está pregonando a los cuatro vientos no que no se entiende con el otro, sino que no se entiende a sí mismo. Romper los lazos de la pareja, es algo más que no soportar al otro; es, simplemente, no soportarse a sí mismo. Es no aceptar su reflejo en el otro.
No importa cuánto hayamos logrado como individuos, no importa cuánto hayamos progresado el hombre o la mujer que somos por nacimiento, pues, si en un momento de nuestra vida hemos dejado a la otra mitad en la cuneta, tal vez no hayamos llegado a ninguna parte. Un día tendremos que regresar a ese punto del camino para tomar de la mano al “Yo molesto” que el compañero nos permite conocer, porque llegar, solo se llega cuando las dos mitades hacen una Unidad.
Saludos jesus, me he sentido muy identificado con tu articulo, soy Juan Carlos Hidalgo, te envie un correo espero que nos comuniquemos.
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