martes, noviembre 04, 2008

Los niños de la calle_Escribe:Jorge Carvajal Posadas

En el Perù, suben a los carros de servicio pùblico, casi aprendiendo a caminar, a realizar simulacros de canto o de baile por unas monedas, o son alquilados por sus padres para que otros mendigos tengan con que conmover a su pùblico. O se paran en la cola de los cines, justo cuando la culpa de distraernos nos obliga a pagar para tranquilizar nuestra conciencia.

Circulan tan frecuentemente, que uno se acostumbra a verlos como a extraterrestres, como si fueran de otra raza con licencia para morirse de hambre. Y algunas personas - yo tambièn a veces, cuidamos nuestros bolsillos - porque un nùmero creciente de ellos se convierten en "pirañitas", es decir en rateritos a la caza de ocasiòn.

Cuando la lastima ya no funciona, es mejor robar. Se necesita maña para sobrevivir: el instinto de conservaciòn manda.

La verdad es que yo siento verguenza y pena, pero se que eso no basta. (Jesùs Hubert)

Hace 500 años en América habitaban otros niños. Su naturaleza humana era la naturaleza. Herederos del jaguar y la anaconda, resguardados por los espíritus tutelares de los bosques, podían mirase en las aguas transparentes de los ríos y reflejaban su riqueza en el colorido de las guacamayas que adornaban sus cuerpos. Como hoy, en ese entonces transitaban en busca de sentido, pero el sentido era su sendero de selva y cielo. Hoy deambulan por las calles, vestidos de harapos. Desvestidos de su naturaleza humana. Totalmente desnudos de identidad. Carentes de amor. Ellos son el rostro de nuestra deshumanización, los hijos de consumismos, neoliberalismos y otros abismos que nos hemos inventado para llenar el vacío de sentido.

Debajo de los grandes puentes, construidos para descongestionar y hacer más veloz el tráfico, su vida es una muerte lenta en el seno de un cuerpo congestionado de sida, o tuberculosis, o bazuka, esos otros nombres de nuestra propia miseria humana. Todo lo que a nosotros nos sobra a ellos les falta. Cuánta humana pobreza en nuestra riqueza, cuánto infinito vacío en nuestro egoísmo.

En la pequeña aldea de un planeta que ya no puede ser dividido en orientes u occidentes, nortes o sures, primeros o segundos o terceros mundos, el hijo del hombre, la conciencia nuestra reflejada en los rostros de nuestros hijos, les dirá quiénes hemos sido. Porque ellos se encontrarán por las calles de la vida y se mirarán a los ojos.

Nuestros hijos verán en sus harapos la propia miseria desnuda, y sus muertes prematuras nos dirán que hemos hecho de nuestros hogares, no las hogueras de la vida, sino trincheras para proteger las semillas de un ser que la vida nos ha regalado para sembrar. Y la cosecha de la tierra se habrá perdido.

El surco abierto del corazón americano sin el agua de la solidaridad, sin esta semilla del amor, la tierra toda se convierte en un desierto acusador. En el corazón de los pobres del mundo grabada está nuestra miseria. En la lenta muerte que llamamos vida, los hijos de la calle son las semillas que lanzamos al desierto. Nuestra cosecha de humanidad perdida, los cerebros de la infancia destruidos, el templo de sus cuerpos congelados por el frío de nuestro propio olvido. Son los hijos de nadie, hijos de nuestra indiferencia, desechados a pesar de todas las teologías y los avances de la ciencia, a pesar de todas las máscaras del desarrollo. Producto siniestro de la desigualdad, esos hijos señalan el fracaso de nuestra propia humanidad.

El futuro no se puede asegurar, aquello que nos sobra es precisamente lo que falta a nuestra propia humanidad. Nuestras migajas, nuestras basuras, nuestras cuentas olvidadas, la sonrisa congelada, la alegría olvidada, la caricia reprimida, la piel callosa de nuestra sensibilidad anestesiada, nos denuncian.

No son más sucias las cloacas en que muchos niños habitan que nuestras pulcras residencias manchadas de indiferencia; no es más terrible la violencia, que en ellos es apenas supervivencia, que nuestras ausencias de amor envueltas por los velos de una ética cargada de juicios, prejuicios y condenas.

Viven de su cuerpo, de limosnas y migajas, de robos, de los vapores del sacol y del olvido, pero aún así tienen puro el corazón, no se ha muerto su inocencia, son capaces de solidaridad hasta la muerte, y en la miseria de sus cuerpos un dejo de dignidad parece decirnos que su identidad es más genuina que la nuestra. ¿Hasta cuándo! Gritan los niños raspachines, todos los hijos de las migajas, la prostitución, el abuso sexual y la violencia. ¡Hasta cuándo están gritando en nuestro propio corazón todos los desheredados de la tierra!.

Los titulares de la gran prensa ponen a llorar la humanidad entera si se muere la princesa, mientras que miles de gamines bajo los mismos puentes mueren y en ninguna parte nadie se despierta. Tiramos al mar los excedentes para conservar los precios al precio del hambre de muchos pueblos.

Perdido el sentido de vivir rescatamos la experiencia del placer de los sentidos hasta un vacío mayor sin saber que nuestra desbordada demanda ha destruido selvas y conciencias. Creemos construir el paraíso en un desarrollo indefinido que nos ha alejado de nosotros mismos. La humanidad. Y dónde está ahora nuestra misma humanidad, dónde por lo menos el perdido instinto animal de supervivencia. ¿Dónde la sensibilidad a la luz que nos legó el reino vegetal. ¿Dónde la armonía y la transparencia de las gemas que heredamos del reino mineral. ¿Dónde quedaron los sueños de esa humanidad una y diversa? Es ahora la hora de la conciencia. Tan humanos como nosotros, más humanos quizás en su aventura de buscar la libertad al precio mismo de la vida, las semillas del hombre buscan en las sombras de la calle un nuevo amanecer que les permita germinar. La luz de una sola oportunidad, el sol brillante de las aulas, el lecho tierno de una familia, esa mano solidaria que encienda la esperanza.

Cuando un día conmovidos miremos que sus ojos apagados por el hambre y el dolor son la clave para que las lágrimas revelen nuestro humano corazón; cuando un día debajo de los periódicos deshechos por la lluvia sintamos nosotros sus angustias; cuando en lugar de juicios y prejuicios nos preguntemos qué podemos ofrecer , volveremos a tener la oportunidad de ser. Entonces habremos rescatado el sentido de vivir en una humanidad que descubre de nuevo un camino de hermandad. Ellos son nuestros hermanos, la familia de nuestros hijos, el fuego planetario de una humanidad que puede renacer a la esperanza. Es ahora la hora de la sensibilidad.

Que en nuestra piel de humanidad duelan su hambre, su miseria y el frío de su infinita soledad. Es ahora la hora del despertar. Que el hijo del hombre, la conciencia humana, revele en medio del dolor la oportunidad de la luz y del amor. Es ahora la hora de la responsabilidad. Que en nuestra vida despierte el servidor, ese mensajero del amor que en cada ser humano es evidencia viva del Creador. Entonces la solidaridad será el camino de una humanidad que vuelve a descubrir su esencia humana de hermandad. Al reconocer desde la vida su derecho a ser humanos, con los los hijos de calle y todos los desheredados de la tierra, podremos ascender a nuestra propia olvidada humanidad. En esta era de la conciencia, desde el corazón de la miseria humana, elevemos un canto por la vida. Aprendamos la lección de los olvidos y sintamos que las calles del mundo son las huellas vivas de nuestra conciencia. Que no calle ya jamás en las calles del planeta nuestra voz de humanidad. Que todos los senderos de la tierra se conviertan en cauces del amor y la hermandad. Que nuestros niños, la semilla de la tierra puedan germinar en una conciencia planetaria que distribuya con hermandad y con justicia el fruto sagrado de la vida: ¡La libertad!

(Texto para video de la IV Jornada para Adolescentes, Drogas y Exclusión social en Madrid)

Jorge Carvajal Posada
3/12/2001


Tomado de la pàginna web: http://www.davida-red.org/

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