Correr, apurarse, es sinónimo de progreso y éxito... ¿qué hay detrás de este concepto?. (Jesús Hubert)
Las nuevas tecnologías han propiciado una cultura del presente absoluto sin profundidad temporal. El origen de esta relación con el tiempo se encuentra en la alianza establecida entre la lógica del beneficio inmediato propia de los mercados financieros y la instantaneidad de los medios de comunicación. Vivimos en una época fascinada por la velocidad y superada por su propia aceleración.
Chaplin ya había parodiado la invención de la máquina de comer, gracias a la cual podía alimentarse al trabajador sin necesidad de interrumpir el trabajo, o sea, de perder tiempo.
Sin embargo, existen fenómenos de desaceleración, menos presentes en la opinión pública que las desaceleraciones económicas, pero no menos reales y decisivos en nuestras vidas. Nuestra época parece caracterizarse por el hecho de que nada permanece pero tampoco cambia nada esencial, un tiempo en el que pasan demasiadas cosas y, a la vez, estamos llenos de repeticiones, rituales y rutinas. Tras la dinámica de aceleración permanente hay un paradójico estancamiento de la historia en el que nada realmente nuevo comparece. “No se trata de luchar contra el tiempo o desentenderse de él sino, como decía Walter Benjamin, de ponerlo a nuestro favor”. Probablemente nuestra época no sea comprensible desde la alternativa entre aceleración y desaceleración; habría que tener en cuenta el fenómeno de la falsa movilidad. En última instancia, las sociedades combinan su resistencia al cambio con una agitación superficial. La utopía del progreso se ha transformado en movimiento desordenado, “neofilia” frenética, agitación anómica y disipación de la energía.
Esta fatalización del tiempo se traduce en la exigencia de aumentar la aceleración, la movilidad, la velocidad y la flexibilidad. Lo vemos a diario en el lenguaje que nos exhorta a “movernos”, acelerar el propio movimiento, consumir más, comunicar con mayor rapidez, intercambiar de una manera rentable.
Se ha llevado a cabo una transferencia semántica que explicaría muchos desplazamientos ideológicos desde la izquierda hacia la derecha: donde había progreso y revolución, ahora hay movimiento y competitividad. El adjetivo “revolucionario” forma parte del vocabulario transversal de la moda, el management, la publicidad y la pospolítica mediática. El fantasma de la revolución permanente se pasea ahora como caricatura neoliberal. Pero, en el fondo, el imaginario político actual tiene un discurso prescriptivo minimalista, muy pobre conceptualmente: el discurso de la adaptación al supuesto movimiento del mundo, el imperativo de moverse con lo que se mueve, sin discusión, ni interrogación, ni protesta.
Lo que puede estar ocurriendo es que, en muchos aspectos de la vida, el movimiento sea superficial y que, en el fondo, haya una parálisis radical. En última instancia se trata de una idea que se corresponde con la experiencia personal de que la mayor agitación es perfectamente compatible con una inmovilidad temporal; es posible estar paralizado en el movimiento, no hacer nada a toda velocidad, moverse sin desplazarse, incluso ser un vago muy trabajador. Para llevar a cabo un movimiento real no basta con acelerar, del mismo modo que la transgresión no es necesariamente creativa, ni el cambio es siempre innovador.
Como principio general, la llamada a desacelerar y la lentitud compensatoria, tan celebrada en muchos libros de autoayuda para la gestión del tiempo, como principios generales, son poco realistas y atractivas si tenemos en cuenta las circunstancias políticas, económicas, sociales y culturales en las que vivimos. No tiene ningún sentido querer calculadoras más lentas, mayores colas o transportes con retrasos. La cuestión central consiste en determinar en qué consiste exactamente una ganancia de tiempo, lo que unas veces implicará desaceleración y otras todo lo contrario, pero que también puede conseguirse mediante la reflexión, la anticipación o combatiendo la falsa movilidad.
No se trata de luchar contra el tiempo o desentenderse de él sino, como decía Walter Benjamin, de ponerlo a nuestro favor. Se trataría de reintroducir el espesor del tiempo de la maduración, de la reflexión y de la mediación allí donde el choque de lo inmediato y de la urgencia obliga a reaccionar desde el impulso.
(*)Daniel Innerarity. Profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza.
Centro Colaboraciones Solidarias.
Tomado de la actualización Internet de la Revista Fusión del 02/11/2008.
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