lunes, octubre 12, 2009

El miedo termina con la conciencia de que somos UNO_ Escribe: Carmelo Urso



Miedo. Emoción que nos paraliza y que muchas veces nubla nuestros mejores momentos. Comprender como funciona, de dónde surge y cómo puede terminar, es una de las llaves más importantes para avanzar con firmeza por la vida.

El miedo es una emoción primitiva, útil, pero destructiva. Básicamente surge de sentirnos frágiles y solos.

Descubramos, en el siguiente artículo, que el miedo incontrolado es solo consecuencia de desconocer quienes somos. (Jesús Hubert)



El miedo es la emoción básica del ego –opuesta al Amor, la emoción de Dios: las demás emociones se derivan de ellas. El Amor nos hace libres. El miedo nos sume en abismos. Una es real y su hogar es el Reino de los Cielos (que late en cada ser del Universo). La otra: tan irreal como nuestras más sombrías pesadillas.

Solemos padecer de irrealidad. Uno de nuestros primeros aprendizajes es el temor a Dios, Padre-Madre de todo lo creado; luego, aprendemos temerles a nuestros padres terrenales; es de lo más normal que terminemos temiéndonos a nosotros mismos.


Nos da pánico saber quiénes somos en Realidad. De allí se derivan paralizantes pensamientos: nos atemoriza hacer cosas equivocadas; recelamos de lo que el vecino, pareja o maleante de turno nos puedan hacer; tememos fracasar; nos amedrentan nuestros propios pensamientos (cuántos de ellos inconfesables); nos intimidan nuestros propios sueños y fantasías; nos da miedo que nuestros deseos se cumplan –y también que no se cumplan; nos aterroriza desarrollar nuestro propio poder personal –razón que nos impulsa a cedérselo a terceros (gurús, políticos, jefes, amantes, parientes, adivinos).

Tememos el lado oscuro de nosotros mismos, esa región de nuestra psique llamada “inconsciente”. Tememos el lado oscuro del “otro”. Nos acobarda estar solos –también estar acompañados. Hasta nos asusta nuestra propia sombra proyectada por el farol de una solitaria calle nocturna.

Los adictos al telediario acumulamos múltiples miedos: nos achicopalan cosas tan variadas como el calentamiento global, las declaraciones del presidente en ejercicio, las predicciones del horóscopo, las epidemias y crisis bursátiles que cunden en países distantes; nos amilanan las subidas y bajadas de los precios petroleros, la derrota de nuestro equipo en el clásico del domingo y la inminente separación de nuestro grupo musical favorito.

Sufrimos miedos muy específicos: aterra saber que alimentos y vajillas son frecuentados por los insectos que habitan en nuestras alacenas; nos espanta la intangibilidad de los virus; nos espeluzna ser tocados por gente de color diferente; ¿estaba enferma la persona que nos precedió en el retrete del baño público?; pone la carne de gallina el sospechar que la taza de café en la que acabamos de posar nuestros labios no ha sido lavada en la cocina del bar.

Albergamos –incluso- miedos cósmicos: ¿cuánto falta para que vuelva a caer sobre el planeta un meteorito como el que extinguió a los dinosaurios? ¿Serán amigables u hostiles los alienígenas? Admito que mi hijito Juan Rodrigo y yo sentimos horror al enteramos, por History Channel, que La Vía Láctea y la galaxia de Andrómeda ¡chocarán dentro de cinco mil millones de años!

Nos aterra el paso del tiempo; nos horroriza el progresivo deterioro de nuestros cuerpos; nos estremecen las muertes de los seres queridos.

Le tememos a los fantasmas del pasado y del futuro.

Le tememos al éxito, al fracaso, a las novedades, a las rutinas, a los perros, a los gatos, a engordar, a no gustarle a los demás, a perder el empleo, a quedarnos calvos, a la intimidad, al sexo, a ser o no ser amados, al Amor…

Incluso, le tenemos miedo al miedo.

Le tememos, en general, al proceso de la Vida. Y por supuesto, le tememos al sueño que llamamos muerte.

Cada miedo es una barrera que nos impide experimentar el Amor.

Cada miedo es una defensa que erigimos para bloquear nuestra entrada a ese Reino de los Cielos que prospera justo dentro de nosotros mismos. Sin embargo, cada miedo es tan irreal como el ego que lo imaginó.

Por eso, afable lector o lectora, ten fe (¡mucha fe!): porque en medio del miedo, late aún la verdadera esencia el Amor.


“El miedo es la raíz de todas las guerras” (Thomas Merton)

Miles de miedos nos impiden experimentar nuestro linaje más íntimo: el Amor.

Nos enrolamos en el ejército del miedo y sin piedad comenzamos una cruenta guerra civil en nuestro interior. Luego, proyectamos en el prójimo los frutos de esa guerra… ¡y él hace lo mismo con nosotros!

La guerra es ineludible cuando nos sentimos separados del resto de los seres; cuando no vemos a Dios en el prójimo; cuando no experimentamos Amor incondicional por amigos y enemigos.

Así, las cosas, la guerra se vuelve costumbre, ideología, cultura. Los políticos la justifican con mil razones; héroes e historiadores la convierten en “amor a la Patria”; algunas religiones la declaran santa; los científicos sociales afirman que es inevitable; la literatura la idealiza a través de la épica; los medios de comunicación la transforman en espectáculo.

La guerra es una sola –ese miedo que se deriva de creernos separados del resto de la Creación, del hecho de no sentirnos Uno con el Todo.

La guerra es una sola –esa creencia de que el “otro” puede aniquilarme, arrebatarme la Vida (don eterno del Amado).

Damos variopintos nombres a esa guerra solitaria: “esquizofrenia; Alzheimer” –cuando devasta nuestras mentes; “cáncer; gastritis” –cuando vulnera nuestros cuerpos; “gobierno; oposición” –cuando desgarramos un país en mitades irreconciliables; “nacionalismo” –al avasallar patrias vecinas; “aliados; eje del Mal” –cuando nos conflagramos en eventos bélicos.

Otros nombres: “Caracas-Magallanes”, “River-Boca”, “Real Madrid-Barcelona”, “All Boys-Nueva Chicago” –al alentar e insultar en el estadio; “ricos; pobres” –al ponderar la calidad del prójimo por la cantidad de sus bienes; “Primer, Tercer Mundo” –al calificar a las naciones según nuestros juicios, prejuicios; “ganadores; perdedores” –clasificaciones de los filósofos del deporte; “fieles; infieles” –frutos de amargas ortodoxias; “progreso” –cuando arrasamos hábitats y extinguimos a los seres vivos que los pueblan.

¡Parece que nunca es mala la ocasión para extender unos cuantos grados de separación entre nosotros y los demás!

Sí: para el ego que se juzga dividido del Uno y que se halla obsesionado con el miedo al Otro, la guerra es un inevitable estilo de vida. Porque cada juicio que haces del prójimo, cada pensamiento negativo en contra de tu semejante es un conato de guerra que generas en ti mismo (contra ti mismo).

Y no importa el tamaño de la guerra: un disgustito que germina en la mente; una confrontación entre policías y manifestantes; un lanzamiento de ojivas nucleares; los síntomas son idénticos: vemos enemigos donde no los hay, donde nunca los hubo… ¡y para abatirlos, hacemos uso de ese vasto arsenal llamado falta de Amor!

Cuando no estás amando, estás odiando

Hay un solo antídoto para tanta demencia: hacernos siervos incondicionales del Amor. Dice la Escritura: “Ningún siervo puede servir a dos amos: porque o bien aborrecerá a uno y amará al otro o bien se dedicará al primero y no al segundo”. Más claro imposible: o te alistas en las huestes del ego o sirves a la Paz del Amado; en “Un Curso de Milagros” leemos: “cuando no estás amando, estás odiando”.

El miedo es un estado de ausencia: de él han desertado la cordura, la inteligencia y el Amor (la eterna Presencia del Uno en nosotros).

El miedo es un habitante que cree haber sido desalojado de su hogar y deambula sonámbulo en miles de ruinosos simulacros de casas imaginados por él mismo: en cada simulacro, halla un motivo de terror que le hace construir una barrera, desplegar un violento sistema de defensa, iniciar una guerra; dividido en mil falsas facetas, tal siervo del temor contiende en mil guerras imaginarias, paralelas; el Amor, en cambio, es apacible palacio para quienes se saben presentes en la íntegra Gloria del Padre –eximidos de todo sueño o pensamiento destructivo.

El miedo abunda en dualidades, en separaciones: mi cuerpo separado de otros cuerpos; la mente en guerra contra el cuerpo (estado que llamamos enfermedad); el humano que se siente separado de la Naturaleza y la percibe como enemiga a la que se debe explotar; el hombre incapaz de llamar hermano a su enemigo; el individuo que se siente separado de Dios, triste amante aislado de su Amado; el Hijo que no halla al Padre en su propio templo interno y que vaga desorientado por tortuosos templos externos; el ser biológico amputado de su ser espiritual; la gota inconsciente de su propia grandeza, incapaz de percibir su conexión con el océano que es el Universo.

El Amor es simple: carece de dualidades; en Él, dos es siempre igual a Uno, el infinito es siempre igual a Uno: es tu perfecta conciencia de la Unidad.

Cuando crees que hay algo distinto al Uno es porque estás odiando. Porque la conciencia del Uno –que es toda Amor- es incapaz de verse separada en múltiples “otros”.

En tal sentido, Thomas Keating, monje católico creador de la Oración Centrante, asevera: “el primer paso en nuestro viaje espiritual es la comprensión de que existe un Poder Superior, o Dios, al que provisionalmente llamaremos el Otro; el segundo paso, es tratar de convertirse en ese Otro; el tercer paso, es la comprensión de que no hay Otro; tú y el Otro son Uno; siempre ha sido así y así siempre será”.

Tú el Otro son Uno

Hechos Uno, ¡qué fácil es convertirnos en siervos del Amor incondicional! Porque como dice el Srimad-Bhagatavan: “Sólo hay una verdad, una existencia, un conocimiento: la conciencia unitaria, pura, invariable, más allá de la materia y el objeto. Este conocimiento es Brahman (Dios), el Señor del Amor”.

¡Feliz es el siervo o sierva de tal Señor!

Publicado originalmente con el titulo: “En medio del miedo, aún late el amor” en la pagina web “Portal Dorado “