lunes, noviembre 03, 2008

Taki Ongoy_Texto: Victor Heredia

Cuando los conquistadores empezaron a destruir a las pueblos originarios y su cultura, no sabian que comenzaban tambièn a suicidarse, porque estaban acabando con el hombre en comuniòn con su habitat natural y asi empezaron la depredaciòn y el desequilibrio y la desarmonia del hombre "civilizado" con la tierra, la misma tierra a quienes los "salvajes" de entonces, y en realidad los sabios de siempre, la conocian y llamaban por su nombre: madre tierra.
Conquistadores y conquistados, siempre fuimos UNO, pero claro, los primeros no lo sabìan (Jesùs Hubert)






PROLOGO del libro TAKI ONGOY de Victor Heredia

Quienes suponen que la historia puede ser contada desde una sola posición, desde un solo punto de vista, se equivocan, por eso no pretendo que esta que presento aquí sea la única versión. No lo es, está es la de los vencidos, o por lo menos la de los que aparentemente han sido derrotados, el reverso de la moneda que hasta hoy nos han mostrado los supuestos vencedores; pues habría que preguntarse hasta que punto ha sido vencida una cultura que subyace en nuestra memoria colectiva y pugna tozudamente por perdurar a través de los siglos y lo consigue con la permanencia de sus ritos y creencias ancestrales, con la permanente vigilia de quienes son descendientes directos de los que alguna vez fueron dueños de estos territorios y del continente entero, con la inevitable emoción que nos embarga cuando el sonido de una quena, un erke, un sikus golpea nuestro corazón y nos remite involuntariamente a una zona que nuestra memoria reconoce, dolorida y melancólica, como si ese sonido perteneciera a un bello pasaje de nuestra vida anterior.

Y así debe ser: quizá algunos de nosotros haya sido parte de ese sonido que aleteo en el aire claro de las cumbres andinas cientos de años atrás y también porque no, de aquel español taciturno, valiente y ambicioso que se aventuró hasta estos confines a pesar de sus temores, movido por su sed de riqueza y conquista.

Estamos hechos, pues, de los dos barros: del indio y del español. Lo que deberíamos averiguar de una vez por todas a esta altura, es quienes somos: ¿ los conquistadores o los conquistados? Si estamos en este continente de paso o si formamos parte de él, en definitiva si esta es nuestra casa. Si así fuera, no cabe duda de que nuestra posición es la de los vencidos, ya que hechos como los que aquí narro se han sucedido a lo largo de toda nuestra historia en una interminable repetición de horrores y calamidades sociales, económicas y políticas, que nos hermana inevitablemente con los primeros pobladores de este continente, avasallados desde la conquista.

No trato de ofender a nadie con esta obra: solamente respondo a interrogantes que mi conciencia plantea respecto de mi posición frente al actual estado de las comunidades indias de América.

Quiero saber hasta donde mi sangre puede asumir el compromiso que tengo con mi tierra y mis hermanos frente al dolor de los que, con nuestra ignorancia , inocente en algunos casos , hemos discriminado como si fueran ellos los culpables de su propia desgracia, cuando en realidad son la llama viva de nuestra conciencia, lo poco que queda de nuestra antigua dignidad, de nuestra bella cultura.

No intento hacer aquí anti-hispanismo: únicamente contribuir a conformar un todo agregando la parte que faltaba.

Una abuela india y un abuelo español transitan por mi sangre. Para que naveguen felices quiero darles un curso firme, apoyado en el respeto y el amor por mi propia cultura, tratando de entender por qué festejó todavía fechas que representan la muerte y el aniquilamiento de bellísimas expresiones artísticas que son parte del patrimonio cultural universal, y de sus creadores que fueron justamente mis antepasados.

América vive y yo soy parte de este cuerpo que se niega a festejar cuando en realidad quiere llorar.

Deseo ese respeto. Necesito la autocrítica porque nuestro futuro se erigirá con hombres conocedores de la verdad y fieles a ella.

Si no comprendemos que ya somos libres jamás alcanzaremos la verdadera independencia.

VICTOR HEREDIA

Tomado de la pàgina web: http://www.raicesargentinas.com.ar/

Recordando a los Apaches _ Escribe: Víctor Orozco(*) / Revista SIN PERMISO

Gerònimo

En el día de las elecciones en USA, cabe recordar el verdadero sentido de la libertad, selectiva y discriminatoria, que ha estado siempre detrás de los mitos oficiales de la institucionalidad norteamericana.

El principio, no escrito, de que quien no se adapta al “american way of life” debe desaparecer.


Nos lo recuerdan, los Apaches y tantos pueblos del mundo que sufrieron lo embates no solo de la voluntad imperial, sino del llamado mundo "occidental y cristiano".

Y esta historia no es vieja, recordemos nomas a los indigenas llamados "no contactados" en la amazonia, que van siendo arrimados o exterminados por los consorcios petroleros o madereros...¿a esto llamamos "civilizaciòn"? (Jesús Hubert)

En el centro de una vorágine de noticias sobre temas actuales -como son ahora la violencia, las protestas sociales, la crisis económica, las elecciones norteamericanas-, me place a veces traer a la memoria en esta columna acontecimientos de la macro o la microhistoria, tomando como pretexto sus aniversarios. No es un ejercicio inútil, porque contribuye a combatir el estéril olvido y ayuda también a recordarnos que sólo podemos entender el presente y columbrar algo del futuro mirándonos en el espejo del pasado, como reza un antiguo adagio oriental. A continuación, una de estas remembranzas.

Entre el 14 y el 15 de octubre de 1880 tuvo lugar en Tres Castillos, un lugar del desértico municipio de Coyame, Chihuahua, la batalla en la que una tropa de rifleros o campañadores como se conocía a los campesinos que combatían a los apaches, derrotó a una de las últimas partidas de estos guerreros irredentos que habían luchado contra españoles y mexicanos durante casi dos centurias. Fue muerto allí Victorio –uno de los grandes generales de los apaches- por Mauricio Corredor, jefe rarámuri que comandaba a los campañadores de Arisiachi, en un legendario duelo previo a la batalla. No terminó aún la guerra larga que sostuvo la nación apache desde los inicios del siglo XVIII para defender su hábitat y sus modos de vida, pero sí representa este combate el principio del fin de los apaches en México. Gerónimo, el último de sus caudillos, murió prisionero del ejército norteamericano en una reservación de Oklahoma en 1909, después de haberse rendido en 1886. Sobrevivió para conocer una sociedad industrial que lo convirtió en un objeto de folklor, exhibiéndolo y anunciando los nuevos automóviles. Ni siquiera se le permitió morir con dignidad. Su antecesor, Mangas Coloradas, igual fue capturado después de que aceptó el ofrecimiento de paz, luego se le torturó y se le asesinó junto con su gente.

Durante el siglo XIX, la fama de los apaches como sinónimos de barbarie y salvajismo se extendió por todo el mundo. La dilatada guerra que protagonizaron está llena de actos de barbarie sin duda, si por tal entendemos la crueldad y la falta absoluta de sentimientos de piedad por el enemigo, pero tales distintivos están bastante más cargados en el lado de los civilizados españoles, mexicanos y norteamericanos. Me atraen en cambio algunos rasgos de su carácter colectivo que bien pueden traerse hasta nuestros días como signos de la fortaleza humana y del amor por la libertad.

Uno de ellos es su idea de la divinidad. A diferencia de las naciones sedentarias y urbanas de Mesoamérica, nunca admitieron que sus dioses hubiesen sido derrotados. Su “Gran Capitán del Cielo” como tradujeron los españoles a Yastasitasitan-né, deidad inasequible, sin fábricas humanas, nunca pudo ser postrado, ni sujeto a la barra o a la picota demoledora de los europeos. Por ello, los misioneros quedaban azorados e indignados cuando algún apache al que trataban de evangelizar les decía que no podía ser dios quien se encontraba vencido y clavado en una cruz. También los asombraba la naturalidad con la cual aceptaban la muerte, como cuando –durante las breves treguas- se acercaban al cura en algún pueblo para llevarle a un niño en agonía: “Éste ya se quiere morir, échale agua santa y despáchalo para el cielo”.

Sobresale de igual forma su indeclinable defensa de la libertad para moverse y para preservar sus patrias –los lugares de sus padres-. Con seguridad en ello influyó la suerte que corrieron cuando eran tomados prisioneros y enviados como esclavos a Cuba por los españoles o a las haciendas y obrajes por los mexicanos. Y más aún, la de sus vecinos, los rarámuris, ópatas, pimas, tiguas, entre las decenas de otras naciones norteñas que desaparecieron junto con su lengua o fueron sometidas a la servidumbre. En este sentido, los apaches encarnan muy bien el espíritu de resistencia que bien comprendido, quizá hubiera podido asimilarse en el nuevo México mestizo, para enriquecerlo. Así lo pensaban algunos esperanzados gobernantes durante los inicios de la República y también uno de los jefes guerreros, que por esos tiempos entendía muy bien que a la larga su causa estaba perdida y trataba de convencer a los suyos de que aceptaran un tratado de paz, con un espléndido discurso: “Matarán ustedes mil, vienen dos mil mas: si matan esos dos mil, vienen tres mil mas y nunca se acaban y ustedes sí se acaban orita, sin quedar uno solo…”.

En la historia universal se ha exaltado siempre el afán de permanecer libres que innumerables pueblos han enseñado a través de gestas y sacrificios memorables. Un destacamento de celtíberos fue inmortalizado porque cada uno de sus integrantes prefirió infligirse la muerte en Numancia antes que consentir la rendición ante las legiones romanas, igual sucedió con otros judíos que también acabaron con sus vidas en Masada, colocados ante el mismo dilema. La historia universal debería también recoger la epopeya de un grupo de apaches que sitiados en la cárcel de la Villa de El Paso, en 1839, dieron muerte a sus mujeres y a sus hijos para luego pasarse a cuchillo entre ellos, con el propósito de evitar a todos la prisión y la servidumbre.

En Estados Unidos, los más feroces representantes de la civilización occidental proclamaron cínicamente que “el mejor indio es el indio muerto”. Otros, espantados ante el genocidio que se cometía cotidianamente, acuñaron otro lema: “Hay que matar al indio para salvar al hombre”, leyenda piadosa que colocaron en uno de los muros del antiguo edificio de los archivos nacionales de Washington. La propuesta era “civilizar” a los indígenas para rescatarlos de sus verdugos. Adelantados en casi todas las experiencias a los norteamericanos, los conquistadores españoles procedieron mucho antes bajo divisas similares. Los apaches por su parte, pronto se dieron cuenta que la “civilización”, en la forma de cristianización, les significaba una vida de esclavitud y sometimiento. Quizá por ello ante “...sus hábitos, modales y feroz carácter se estrellaron todos los esfuerzos y mágico ascendiente que tiene la religión para hacerse lugar en el más empedernido pecho…” como escribía el historiador chihuahuense José Agustín de Escudero, angustiado por el terrible derramamiento de sangre en las aciagas horas de las guerras indias.

(*) Víctor Orozco, profesor de historia en la Universidad de Chihahua, es un analista político mexicano.

Tomado de la ediciòn internet de la Revista SIN PERMISO del 03/11/2008


The Apache Nation