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Gregorio Martinez y Ricardo Raez en la Lima de los 60s |
El tiempo se nos escapa como el agua entre las manos. Y si no fuese por la literatura, los detalles de la vida, sus colores, sabores y sonidos, se perderían sin brillo en la ruleta de la memoria.
La literatura transforma así vivencias y experiencias en letras destacadas e indelebles, pero a la vez cálidas y cercanas. Tanto, que parece que también las hemos vivido, hasta el punto de mezclarse con las propias, ayudándonos a comprender estas y a valorarlas mejor.
Pero como no faltan los “doctores”, que pretenden alejar la literatura y la cultura del vulgo, poniéndolas por encima de la gente, convirtiéndolas en preguntas de concurso o en soluciones de crucigrama, es necesario devolverles el alma, la vida y el corazón; su carácter próximo, eminentemente popular.
Como lo hace Ricardo Raez, al relatarnos en primera persona su testimonio de una época. El surgimiento de una nueva generación de escritores, artistas e intelectuales en los años 60, que no solamente sintieron al Perú como una responsabilidad y un reto, sino que por eso mismo lo sufrieron, rieron y vivieron, intensamente.
Su testimonio, lleno de calor humano, que compartimos con ustedes, formó parte de la presentación en la reciente Feria del Libro de Lima, de “Mero listado de palabras”, una recopilación de los artículos periodísticos del celebre conyunguino Gregorio Martínez, quien forma parte con Ricardo Raez de la nueva pléyade creativa que surgió del mismo parto de ese nuevo Perú, que aún no ha terminado de alumbrar. (Jesús Hubert)
Ricardo Raez Ruiz en la presentación del libro "Mero listado de palabras"
Gregorio Martínez me ha pedido que los acompañe en la
presentación de Mero listado de palabras. Lo hago con mucho agrado. Es la
correspondencia a la amistad que me brindó durante muchos años, no solo amistad
sino también recomendaciones, consejos para la escritura.
Pedro Escribano y Eloy Jáuregui, con muchas luces y agudeza,
han comentado la obra de Gregorio Martínez. Yo quiero traer algunos recuerdos
de su larga compañía que nos acerquen al hombre, a su caminar.
Los amigos de los años 60 nos conocimos en la Universidad de San
Marcos. Fueron años de poesía y narración. Todavía tuvimos nuestras primeras
clases universitarias en la vieja casona. Y siempre volvíamos a ella, a su Patio
de Letras. Tal vez acarreábamos tempranas nostalgias provincianas que nos
congregaban entre las flores, los arbustos y las palmeras.
Llegamos desde lejanos pueblos. Traíamos paisajes, historias
oídas a los padres y experiencias vividas, algunos más que otros. Teníamos 17, 18 años. Nos fuimos juntando
alrededor de la biblioteca central. Todos tenían ya la vocación formada.
Escribían desde los trece o catorce años, sumaban muchos libros leídos y
llenaban libretas de apuntes y devoraban libros.
En un primer momento nos acercamos en los cafés, en el
billar de la calle Azángaro. Hasta que después comenzamos a sentirnos más
confiados y empezamos a beber. Revelábamos nuestros mundos y las experiencias
que habían marcado ya nuestras vidas. Nuestro país, nuestra patria, se abría en
nuestros relatos ante nuestros ojos como
descubriendo insospechadas geografías, historias íntimas y colectivas.
Con las lecturas y nuestros relatos la vida iba adquiriendo sentido.
Andrés venía de Huánuco, imaginábamos a sus hermosas mujeres
entre la fronda, bajo la Bella Durmiente.
Danilo Sánchez Lihon y Valdemar Yupanqui asumian la gravedad de César Vallejo,
claro, nacieron en Santiago de Chuco.
Carlos Tincopa y Rodrigo Montoya, iluminados por los
relámpagos de Puquio, se sentían herederos de José María Arguedas, Hildebrando
Pérez Grande, seguía el camino de su primo Algemiro Pérez Contreras, poeta con
resonancias jaujinas. Juan Ojeda, serio, grave, era la imagen de un poeta versado,
Chimbote había forjado su fisonomía de pescador que rara vez dejaba ver una
leve sonrisa. Después, fueron acercándose otros amigos más y ya podíamos hablar
de un grupo.
Nos fuimos juntando en Piélago, la revista que significó la convicción
de un camino. Cada número mimeografiado nos lanzaba a Ojeda y a mí por la avenida La Colmena y escribíamos
enfervorizados en las veredas y en las columnas de la
Plaza San Martín con tiza: Piélago es
poesía. Al día siguiente los ejemplares estarían en los quioscos del Parque
Universitario. La noche nos conducía al Palermo o al Jamaica. Celebrábamos
nuestras poesías y narraciones primeras.
Llegaron Juan Cristóbal y Julio Nelson, Gregorio Martínez y
Cesáreo Martínez,”Chacho”. Y los amigos
de ellos. Nos golpeó la muerte de Javier Heraud. Fue la época de Sartre
y el compromiso del escritor. Lenin, Mao, Hugo Blanco… Las lecturas de
marxismo, los círculos de estudio nos llevaron a tomar actitudes. Aníbal
Marcazzolo, viejo loco bucanero, llegaba a la ciudad universitaria con un
costalillo blanco. ¿Qué llevas ahí? Las armas del asalto, decía. Y cierto, las
llevaba. Juan Cristóbal, el chofer de
ojos almendrados, según la policía, Jorge Nako, Coco Salazar y otros habían
asaltado un banco en La Molina
para la revolución.
Con otro viejo bucanero, el gordo Alfredo Portal, poeta y
enorme cronopio, e Hildebrando llegábamos furtivamente a un cuartito al fondo
de un pasadizo, en un segundo piso en el Rímac, en la calle Francisco Pizarro
para animar a Juan Cristóbal que ya no soportaba más su ocultamiento.
Los acontecimientos de la política nacional y mundial nos
sacudían. La revolución cubana y el aislamiento de Cuba todavía nos
interpelaban. Qué actitud tomar ante la llamada revolución de Velasco Alvarado.
Participábamos en las huelgas del magisterio, clasistas y principistas, como se
decía.
Creo que no era la lectura de los relatos que escribíamos lo
que nos congregaba, porque nadie los mostraba, sino la necesidad de buscar
caminos literarios. Así fue como tímidamente, humilde, modesto se acercó al
grupo Gregorio Martínez. Leí sus relatos y me maravillé. No era rulfiano pero
se sentía la atmósfera de un Comala propio, después fuimos conociendo más de
Coyungo, su tierra, y entendimos. Ninguno de nosotros podía presentar un relato
parecido. Andrés seguía a Faulkner, lo
leía en la biblioteca nacional hasta que cerraban las puertas. Eran otros sus
ámbitos y sus lectores. Años de intenso aprendizaje, de lectura fervorosa y de
descubrimientos. Celebrábamos los relatos de Oswaldo Reynoso, de Gálvez
Ronceros, de Eleodoro Vargas Vicuña, de Miguel Gutiérrez, maestros ya de
escritores.
Gregorio Martínez creció ante nuestros ojos. Fue el capitán
de la bohemia.
Siempre sonriente, pero sensible y expuesto a caer bajo la
euforia o depresión de los amigos. Una vez me dijo: Carajo, llego donde ti con
buen humor y a los cinco minutos me contagiaste tu depresión. O a Martín
Quintana, decirle, cada vez que te veo me vienen oleadas de calor. Porque
Martín siempre andaba con un saco de paño, hiciera frío o calor.
Es triste dejar cosas, recuerdos, cuando uno hace su maleta
del último viaje. Pero, ni modo, tendríamos que hacer uso de un tiempo igual a
lo vivido para acomodarlo todo. Y no es posible.
Y de vez en cuando asalta el sentimiento, de golpe, en la
memoria de los amigos muertos, que se fueron, que ya no están. Y uno quisiera
que no se hayan ido, pero se fueron. Y cómo no servirse un buen trago de pisco
y escuchar a Mercedes Sosa y al diablo que alguien diga “yo no puedo tomar
solo”. Yo bebo con todos estos viejo amigos, Con José Quiroz, con Juan Ojeda,
que dice: Hombre, tú no habitas; con Cesáreo Martínez, Alfredo Portal, Adolfo
Polack, con Aníbal Marcazzolo celebrando un año nuevo en su casa de Barranco
escuchando las cuatro estaciones mientras Alfredo va comiendo los trozos de corazón,
crudos, que se están macerando. Con
Abraham Reyes que canta El pirata.
Bebo con el Politik, Jorge Bendezú, que toda
su vida proyectó empresas fabulosas y partidos políticos para llegar al poder,
mientras consumía tantos cafés como cigarrillos. Con el poeta Paco Bendezú que
sonríe animado por nuestro bizarro editor Hernán Alvarado en su editorial
Quipu. Con Eleodoro Vargas Vicuña celebrando
la vida, cuando en sus explosiones se hincaba de rodillas en mitad de la pista
y declamaba: Hombre, creo en ti, viva la vida. Con Wilfredo Mesía, que nos dejó tempranamente.
Leo con alguna frecuencia el libro Aprendiz de maga, de
Rosina Valcárcel, y recordándola a nuestro lado, preciosa, rememoro los tiempos
y los amigos. Es la magia de la palabra.
Pero esta es la noche de Gregorio.
Siempre me asombró la enorme cantidad de conocimiento y
experiencias que traía sobre sus hombros. Me empequeñecía al escuchar sus
vivencias de niño y adolescente. Cómo podía siquiera intentar presentarle
alguna experiencia propia cuando él me hablaba de su trabajo como chulillo de
un camión que repartía gaseosas en la quebrada cercana, de cómo se hizo de
algún dinero haciendo varios viajes, a la carrera, a la ciudad, para vender naranjas
en el estadio de Nazca.
Un hombre de buen criterio y discreción. Ahora entiendo que
ha sido una riqueza de vida formada desde pequeño y desde su adolescencia,
forjada en su vida independiente. Sabía administrarse, disciplinado, pero
siempre vital. Estudioso, estaba al día en las últimas corrientes literarias y
de la crítica.
Muy riguroso con su escritura. Un día que le caímos en su casa de las
Américas, a las dos de la mañana, él estaba escribiendo en su máquina portátil,
y mientras sacaba unas cervezas, me acerqué a leer lo que estaba escribiendo.
Fue como haber violentado un espacio sagrado: su página en el carril. No, no,
dijo, no puedes ver lo que escribo hasta que esté terminado.
Pocas personas tan bondadosas, más desprendidas, sinceras y
cordiales como Gregorio. Nunca vi en él un gesto mezquino. Cuántas noches,
después de una larga travesía, recalábamos en la Libertad, el restaurante
donde tomaba su pensión y escuchábamos:
-Ya estamos cerrando, señor Martínez –el dueño, el señor de
china nacionalista que le tomó mucho cariño y le regaló un enorme cuadro que
colgaba de la pared principal, cuando tuvo que cerrar el establecimiento-. Pero
si acepta Félix, no hay problema. ¡Félix!
-Sí, señor, con mucho gusto don Gregorio. ¿Qué le preparo?
-Una fuente de tallarín saltado y ocho cervezas.
Nunca nos dejó pagar allí un centavo. Y los amigos de
siempre teníamos ya cuerda para rato.
Fue la bohemia, o eso nos parecía el beber así con furia,
con deleite, lo que nos reunía para discutir siempre sobre literatura y nunca
para hacer revolución de café.
Siempre he admirado su virtud de recibir información de
cualquier interlocutor. A los pocos minutos de diálogo, el recién conocido
abría para él un torrente de confesiones, de recuerdos, de conocimientos.
Nuestro amigo Fidel Peltroche dice: lo recuerdo mirando las cosas como para
escribirlas después.
Socarrón, Chacho decía: este Goyo toodo sabe. Y tras de su
sonrisa de anochecida y de sus ojos chinos, sabía que estaba en lo cierto. No
había tema, de hechos divinos o pedestres, del campo o de la ciudad, en
nuestras conversaciones, que no fuera ampliado por Gregorio, con mayores
detalles y profundidad. En verdad todo lo sabía
De amanecida, fuimos, hambrientos, a un restaurante de la
calle Puno, a una cuadra de la avenida Abancay. Pedimos una parihuela. Cuando
ya íbamos a meter la cuchara, Gregorio
dice: No. No coman. Estos platos están mal.
-¿Ven cómo se forman burbujas? Nos podemos intoxicar.
Pidió otra cosa y nos salvó la vida. En verdad, Goyo sabía
mucho y con él aprendimos como el Lazarillo con el ciego.
Cuántos amigos que están presentes aquí podrían relatar
historias vividas con Gregorio Martínez.
Desde los años juveniles hasta la
madurez, en los diarios en los que trabajó como periodista.
En el Palermo nos recibía nuestro amigo Broncano o Linares.
¿Qué le sirvo camaradita? Y comenzábamos nuestro largo viaje. Ramón Aranda,
Juan Cristóbal, David Motta. A Hatuchay, en el Rímac, a escuchar la guitarra de Manuelcha Prado y a disfrutar
de la alegría de Manuel Acosta Ojeda despachándose buenas botellas de ron.
Formábamos espíritu, convicciones, lealtades...
Acaso ellos como yo pensaban que no había otro estado para
poder soportar y transitar, para ver y vivir en esta sociedad, en este país que
nos dolía, que amábamos en cada espacio y
en cada gente que a diario conocíamos en sus calles, que este permanente estado
de embriaguez. Que nos impulsaba a los bares queridos: Del Palermo al
Chinochino, bautizado así por el pintor Pancho Izquierdo, a la Prefectura, el bar que
estaba en la esquina de Azángaro y Colmena, llamado así porque en la pared de
afuera había un teléfono por el que se comunicaba la policía que hacía su ronda
nocturna, al Jamaica atendido por el
vasco don Antonio Orro, tan serio pero amable, al cuchitril y al Fin del mundo,
llamados así porque eran nuestro último recurso cuando ya no había lugares
adonde ir, a La Llegada,
al Apolo, al Wony, al Pacharaco, a la Buena
Muerte, al Versalles, a La Libertad, al Zela, al Bar
sin personalidad, porque era anodino, sin nada que lo distinguiera como los
empleados que marcaban tarjeta, todos igualitos.
Pero también teníamos tiempo para trabajar como cualquier
pequeño burgués. Y hasta pensamos en hacernos ricos. Valdemar, Gregorio y yo
formamos una compañía: Estudio 3. Aprendimos a copiar fotografías en el estudio
de nuestro amigo Teodomiro Rosales. Pusimos nuestras máquinas fotográficas y
buscamos tres fotógrafos que realizarían el trabajo en la playa y en los
parques. Publicamos un aviso en El Comercio y al día siguiente teníamos en la puerta
de una oficina prestada a cien postulantes haciendo cola para que Valdemar los
entrevistara con todas las técnicas psicológicas. Gregorio vio las cosas
difíciles y señalándolos dijo: tú, tú, tú, se quedan, los demás se van. Casi
tuvimos un mitin y linchamiento. Finalmente nuestros fotógrafos no duraron y
tuvimos que dar trabajo a Chacho y a Ojeda. Ellos quemaban cuatro o más rollos
de película, por los cuales les pagábamos. Hacíamos las cuentas en el Palermo,
y nos bebíamos las ganancias. Pero lo que nos quebró fue que Chacho y Juan
cobraban por rollos que tomaban a delegaciones de estudiantes que llegaban a la
vivienda universitaria por dos o tres días y después se iban. Entonces, ¿a
quiénes entregarles las fotografías? No, no estábamos hechos para empresarios.
3.
Sí, sin duda. Los años sesenta fueron años de aprendizaje compartido.
Gregorio traía ya historias, mucha experiencia vital. Leíamos y comentábamos. Nos entusiasmábamos con Rulfo, con Cortázar, con Carpentier. Algunos seguimos siendo vallejianos, con Valdemar Yupanqui recitábamos a Vallejo a las tres de la mañana en la plaza de Armas con algunos cuartitos de coñac tres estrellas con harto limón. La garúa caía mientras nos embriagábamos de poesía.
Veíamos hacia adentro, la propia vida y la de nuestra patria querida y creábamos utopías, futuro. Tal vez era la formación recibida de nuestros clásicos, Arguedas, Ciro Alegría. Y de los maestros actuales, Julio Ramón Ribeyro, Gálvez Ronceros, Oswaldo Reinoso, Miguel Gutiérrez…
En una entrevista con Roland Forgues, Gregorio dice: “yo pude asistir a la escuela, después al colegio, luego a la universidad y, finalmente a los bares, allí donde recién empecé a conocer la literatura más valiosa y las técnicas de la escritura, y hasta evolucioné ideológicamente.”
¿Qué puede contener tanta vida? ¿Qué? ¿Si no la escritura, el texto escrito, la memoria y la literatura? Solo el lenguaje devuelve la vida a la gastada rutina trayendo las huellas de gozos y lastimaduras, heridas.
Goyo mostraba un mundo enorme de conflictos sociales y de grupos humanos que trascendía Coyungo y Nazca. Diferentes a los personajes del virtuoso Augusto Higa. Pero ambos, al igual que Gálvez, que Andrés, dejaban sangre en sus relatos. No siguieron modas. Por eso, tal vez, rechazábamos las críticas o comentarios de José Miguel Oviedo, pontífice de El Comercio, por segregacionista y elitista. Más bien festejábamos los logros de Antonio Gálvez Ronceros y de Vargas Vicuña. Goyo iba más allá. Buscaba textos de escritores provincianos, de Ica y de Nazca, de escritores que habían aparecido en algunas páginas de periódicos de provincias. Goyo encontraba en ellos riqueza.
Podríamos encontrar algunas diferencias y distinguir escritores que ligados a sus recuerdos vinculan sus reflexiones, sus quereres a la patria y encuentran la sabiduría del pueblo, en su imaginería o magia, y no solo en el contenido sino también en su lenguaje, allí están Arguedas, Alegría, Vallejo, y, al otro lado, los que producen para el mercado. Y no se hable de provincianos y cosmopolitas, y otras tonterías.
Al final, yo quisiera ver aquí a Goyo, al lado nuestro, junto a nosotros para celebrar la vida.
Gracias.
Ricardo Raez Ruiz en presentación de “MERO LISTADO DE PALABRAS“ 30-7-15
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