El escritor Ciro Alegría, cuando tenía 7 años, fue alumno de César Vallejo
Después de algunos meses de silencio, algo que me llegó hoy, me impresionó tan gratamente que decidí retomar mi contacto con ustedes para compartirlo.
Se trata, nada menos, que el emotivo testimonio del escritor Ciro Alegría de quien fuera su maestro de aula del primer año de primaria. Increiblemente, nuestro insigne poeta César Vallejo, quien para muchos de nosotros es casi un monumento inasible y dificil de ser reconocido como un ser humano que pisó la misma tierra y respiró el mismo aire que sus miles de admiradores, simples mortales.
Es interesante comprobar cómo este encuentro "casual" entre el insigne autor de "El Mundo es Ancho y Ajeno" y el autor de Trilce y los Poemas Humanos, es muy probable que influyerá temprana y decisivamente para despertar las grandes cualidades literarias de Ciro Alegría. (Jesús Hubert)
El César Vallejo que yo conocí
Por Ciro Alegría
Corría el año 1917 y yo vivía con mis padres en una hacienda de la sierra
del norte del Perú, situada exactamente en las últimas estribaciones andinas de
la provincia de Huamachuco. (*) Se llama Marcabal Grande y hasta esa hacienda
llega ya, subiendo por el cañón abismal del río Marañón, el rescoldo cálido de
la selva amazónica. Mi vida había sido la de un niño campesino, hijo de
hacendados, a quien su padre enseña en el momento oportuno a leer y escribir
pasablemente y las artes más necesarias de nadar, cabalgar, tirar al lazo y no
asustarse frente a los largos caminos y las tormentas. Alternaba mis trajines
por el campo -donde me placía de modo especial un paraje formado por cierto
árbol grande y cierta piedra azul- con lecturas de Andersen, Las mil y una
noches y otros libros maravillosos, entre ellos un grueso volumen del
naturalista Raimondi sobre viajes y exploraciones de la selva que me parecía
igualmente fantástico. Yo soñaba con ir a la selva, pero no como un sabio a
estudiarla sino como un pionero. Conquistaría ese mundo poblado de árboles
innumerables y de indios bravos.
A los siete años de edad, tales eran mis conocimientos y mis anhelos, pero
mis padres abrigaban ideas más amplias sobre mi preparación y un día me
anunciaron que debía ir a Trujillo, una lejana ciudad de la costa, a estudiar.
En compañía de un hermano menor de mi padre, que pasó con nosotros sus
vacaciones, hice el largo viaje. Ésos fueron para mí reveladores días en que
trotamos a través de dos de las riscosas cadenas de los Andes, bajando muchas
veces hasta valles cálidos ubicados en el fondo de las quebradas y los ríos y
subiendo, otras tantas, hasta altos páramos rodeados de rocas contorsionadas.
Vimos muchos pueblos y aldeas y nos golpearon frecuentemente los tenaces
vientos y lluvias de marzo. Dado el fin de estas líneas, debo apuntar que
estuvimos en la ciudad de Huamachuco, capital de nuestra provincia, y que
saliendo de allí y al encaminarnos hacia una cordillera muy alta, se abrió el
camino de la ciudad de Santiago de Chuco, capital de la provincia limítrofe,
donde había nacido César Vallejo.
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En ese largo viaje a caballo, que duró siete días sin contar el tiempo que
pasamos en casa de amigos que mi padre tenía en la región, me impresionaron
sobre todo las altas montañas de los Andes, la puna enhiesta, llena de soledad
y silencio y una sobrecogedora dramaticidad que parece nacer de sus inmensas
rocas que se parten, formando abismos de vértigo, o trepan y trepan con un
terco afán de altura que no se cansa de herir el toldo encapotado del cielo. A
veces, el paisaje se dulcifica un poco, tiene bondad de árboles frutales en los
valles y ternura de sembríos ondulantes en las laderas, pero todo ello no es
sino una tregua, porque predominan las rijosas montañas que se desnudan
subiendo a diez o quince mil o más pies de altura.
En el alma de quien cruce los Andes o viva allí persistirá siempre la
impresión, que es como una herida, del paisaje abrupto hecho de elevadas
mesetas, donde apenas crecen pajonales amarillentos, y de roquedales clamantes.
Hay tristeza y sobre todo una angustia permanente y callada. Los habitantes de
ese vasto drama geológico, casi todos ellos indios o mestizos de indio y
español, son silenciosos y duros y se parecen a los Andes. Aun los de pura
ascendencia hispánica o los foráneos recién llegados, acaban por mostrar el
sello de las influencias telúricas. Azotados por las inclemencias de la
naturaleza y las inclemencias sociales -en exponer éstas ya he empleado varios
centenares de páginas- sufren un dolor que tiene una dimensión de siglos y
parece confundirse con la eternidad.
Todo lo dicho viene a cuento porque, días después de aquel viaje, debía
encontrar en mi profesor César Vallejo a un hombre que procedía de esos
extraños lados del mundo y los llevaba en sí. El caso es que llegamos a
Trujillo, ciudad de la costa clara y soleada, agradablemente cálida. En su
ambiente colonial, con trece iglesias de labrados altares y casas de grandes
portones, patios amplios y balcones de estilo morisco, daban su nota de
modernidad los automóviles que corrían por calles pavimentadas, la luz
eléctrica, los trenes que traqueteaban y pitaban yendo y viniendo de los valles
azucareros o el puerto próximo. Mi niñez, acostumbrada a la naturaleza virgen,
estaba muy asombrada de tanta máquina y del cine y otras cosas más, inclusive
de la numerosa gente locuaz, que vestía a la moda. Hasta que un día, cuando mis
piernas endurecidas y adoloridas por la cabalgata se agilizaron, mi abuela
resolvió mandarme a clase.
Un circunspecto señor, cargado de años y sapiencia, estaba de visita en casa
la noche de un domingo, y entonces escuché por primera vez el nombre de Vallejo
y las discusiones que provocaba. Se habló de que al día siguiente iniciaría mis
estudios.
-Si tuviera un nieto -opinó el señor en un tono de sugerencia- lo mandaría
al Seminario. Está regido por eclesiásticos y es muy conveniente...
Yo era todo oídos escuchando esa conversación que me revelaba mi destino de
estudiante. Mi abuela repuso con dignidad:
-Es que su padre ha escrito que se lo ponga en el Colegio Nacional de San
Juan. Es lo que ha dicho terminantemente. Todos los hombres de la familia se
han educado allí.
-¿Y a qué año va a ingresar?
-Al primer año de primaria...
El anciano por poco dio un salto y luego dijo, muy excitado:
-¡Mi señora!, ésa ya no es cuestión de colegios sino de buen sentido...
¿Sabe usted quién es el profesor de primer año en San Juan? ¿Lo sabe usted?
Pues ese que se dice poeta, ese César Vallejo, un hombre a quien le falta un
tornillo...
-Al fin y al cabo... para enseñar el primer año... -dijo mi abuela tratando
de calmarlo.
Mas nuestro visitante estaba evidentemente resuelto a salvar del peligro a
un pobre niño indefenso como yo, y argumentó:
-No, no, mi señora... Ese Vallejo, si no es un idiota, es cuando menos un
loco. ¿No podrían ponerlo en segundo año? Al entrar me sorprendió ver que el
niño estaba leyendo el periódico...
Mi presunto salvador puso una cara de desconsuelo cuando mi abuela apuntó:
-Sí, ya sabe leer y escribir aceptablemente, pero no las otras materias que
se enseñan en el primer año.
El anciano estaba evidentemente resuelto a agotar todos sus recursos para
librar a mi pobre cerebro de influencias perturbadoras, y tomó un rumbo más
pacificador.
-Pero no me va usted a discutir, señora mía, que en cuanto a educación y
especialmente en cuanto a religión se refiere, el Seminario es el mejor
colegio. Está adquiriendo mucho prestigio...
Y mi abuela:
-En San Juan también enseñan la religión, según el reglamento de estudios, y
no son anticatólicos...
El señor abandonó la partida, pero sin duda para consolarse a sí mismo se
puso a hacer consideraciones fatales para el modernismo y no sé cuántos ismos
más y luego echó rayos y centellas de carácter estético contra el arte de mi
profesor, todo lo cual no entendí. Marchóse por fin, llevándose una expresión
de discreta contrariedad y no sin desearme buena suerte en una forma entre
esperanzada y compasiva.
Me fue difícil conciliar el sueño en medio de la inquietud que se apodera de
un niño que irá a la escuela por primera vez y pensando en mi profesor, que
según decían era poeta y a quien el severo anciano había llamado loco cuando no
idiota.
Mi compañero de viaje, que era también estudiante del mismo colegio, me
llevó hasta el local.
-Por aquí no entran ustedes -me dijo al llegar a una gran puerta sobre la
cual se leía la inscripción dios y la patria-, esta puerta es para nosotros los
de la sección media. Vamos por allá...
Caminamos hasta la esquina y, volteando, se abrió a media cuadra la puerta
que usaban los profesores y alumnos de la sección primaria. Nos detuvimos de
pronto y mi tío presentóme a quien debía ser mi profesor. Junto a la puerta
estaba parado César Vallejo. Magro, cetrino, casi hierático, me pareció un
árbol deshojado. Su traje era oscuro como su piel oscura. Por primera vez vi el
intenso brillo de sus ojos cuando se inclinó a preguntarme, con una tierna
atención, mi nombre. Cambió luego unas cuantas palabras con mi tío y, al irse
éste, me dijo: "Vente por acá". Entramos a un pequeño patio donde
jugaban muchos niños. Hacia uno de los lados estaba el salón de los del primer
año. Ya allí, se puso a levantar la tapa de las carpetas para ver las que
estaban desocupadas, según había o no prendas en su interior, y me señaló una
de la primera fila diciéndome:
-Aquí te vas a sentar... Pon adentro tus cositas... No, así no... Hay que ser
ordenado. La pizarra, que es más grande, debajo y encima tu libro... También tu
gorrita...
Cuando dejé arregladas todas mis cosas, siguió:
-Muchos niños prefieren sentarse más atrás, porque no quieren que se les
pregunte mucho... Pero tú vas a ser un buen niño, buen estudiante, ¿no es
cierto?
Yo no sabía nada de las pequeñas mañas de los chicos, de modo que no
entendía bien a qué se refería, pero contesté con ingenuidad:
-Sí, mi mamita me ha dicho que estudie mucho...
Él sonrió dejando ver unos dientes blanquísimos y luego me condujo hasta la
puerta. Llamó a uno de los chicuelos que estaban por allí jugando la pega y le
dijo:
-Éste es un niño nuevo: llévalo a jugar...
Entonces se marchó y vinieron otros chicos, todos los cuales se pusieron a
mirarme curiosamente, sonriendo. "¡Serrano chaposo!", comentó uno
viendo mis mejillas coloradas, pues los habitantes de la costa tienen
generalmente la cara pálida. Los demás se echaron a reír. El chico encargado de
llevarme a jugar, me preguntó sabiamente:
-¿Sabes jugar la pega?
Le dije que no, y él sentenció:
-Eres muy nuevo para saber jugar...
Me dejaron para seguir correteando. Yo estaba muy azorado y el bullicio que
armaban todos me aturdía. Busqué con la mirada a mi profesor y lo vi de nuevo
parado junto a la puerta, moreno y enjuto, conversando con otro profesor gordo
y de bigote erguido, buen hombre a quien yo también habría de llamar
Champollion, como hacían los estudiantes desde muchas generaciones atrás. No me
atreví a ir hacia ellos y caminé al azar. Cruzando otra puerta, llegué a una
gran patio donde había muchos más niños. Nadie me miraba ni decía nada. Seguí
caminando y encontré otro patio, donde los estudiantes eran más grandes. Por
allí se hallaba mi tío. Había muchos patios, muchos salones, muchas arquerías.
Las paredes estaban pintadas de un rojo claro, casi sonrosado, quizás para
templar la severidad de un edificio que, en antiguos tiempos, había sido
convento. Sonó la campana y yo no supe volver a mi salón. Me perdí, entrando
equivocadamente a otro. Vino a sacarme de mi confusión el propio Vallejo quien,
al notar mi ausencia, se había puesto a buscarme de salón en salón. Cogiéndome
de la mano, me llevó con él. Aún recuerdo la sensación que me produjo su mano
fría, grande y nudosa, apretando mi pequeña mano tímida y huidiza debido al
azoro. Me quise soltar y él me la retuvo. Mientras caminábamos por los amplios
corredores desiertos me iba diciendo sin que yo atinara a responderle:
-¿Por qué te pusiste a caminar? ¿Te encontraste solo? Un niñito como tú no
debe irse lejos de su salón ni de su patio... Este colegio es muy grande...
¿Estás triste?
Llegamos a nuestro salón y me condujo hasta mi banco. Él pasó a ocupar su
mesa, situada a la misma altura de nuestras carpetas y muy cerca de ellas, de
modo que hablaba casi junto a nosotros. En ese momento me di cuenta de que el
profesor no se recortaba el pelo como todos los hombres, sino que usaba una
gran melena lacia, abundante, nigérrima. Sin saber a qué atribuirlo, pregunté
en voz baja a mi compañero de banco: "¿Y por qué tiene el pelo así?".
"Poeta es poeta", me cuchicheó. La personalidad de Vallejo se me
antojó un tanto misteriosa y comencé a hacerme muchas preguntas que no podía
contestar. Él había de sacarme de mi perplejidad dando, con la regla, dos
golpecitos en la mesa. Era su modo de pedir atención. Anunció que iba a dictar
la clase de geografía y, engarfiando los dedos para simular con sus flacas y
morenas manos la forma de la tierra, comenzó a decir:
-Niñosh... la Tierra esh redonda como una naranja... Eshta mishma Tierra en
que vivimos y vemos como shi fuera plana, esh redonda.
Hablaba lentamente, silbando en forma peculiar las eses, que así suelen
pronunciarlas los naturales de Santiago de Chuco, hasta el punto en que por tal
característica son reconocidos por los moradores de las otras provincias de la
región.
Se levantó después para dibujar la Tierra en el pizarrón y durante toda la
clase nos repitió que era redonda, no siendo eso lo único sorprendente sino
también que giraba sobre sí misma. Dio como pruebas las de la salida y puesta
del sol, la forma en que aparecen y desaparecen los barcos en el mar y otras
más. Yo estaba sencillamente maravillado, tanto de que este mundo en el cual
vivimos fuera redondo y girara sobre sí mismo, como de lo mucho que sabía mi
profesor. Cuando la campana sonó anunciando el recreo, César Vallejo se limpió
la tiza que blanqueaba sobre una de sus mangas, se alisó la melena haciendo
correr entre ella los garfios de sus dedos, y salió. Fue a pararse de nuevo
junto a la puerta y estuvo allí haciendo como que conversaba con los otros
profesores. Digo esto porque tenía un aire muy distraído.
De nuevo en el salón, era hora de estudio. La próxima sería de lectura.
Había que repasar la lección. Me llamó junto a él y abrió mi libro en la
sección de Pato. Tuve confianza en mi sabiduría y le dije:
-Ya pasé Pato hace tiempo. También Rosita y Pepito. Yo sé todo ese libro...
Vallejo me miró inquisitivamente:
-¿Sabes también escribir?
A mi respuesta afirmativa, me pidió que escribiera mi nombre y después el
suyo. Dudé entre la be labial y la otra para escribir su apellido, pero tuve
suerte al decidirme y salí bien. Me probó con otras palabras y una frase larga.
La cosa parecía divertirle. Después me preguntó:
-Y si sabes leer y escribir, ¿por qué te han puesto en primer año?
-Porque no sé otras cosas...
Entonces me dijo que fuera a sentarme. Traté de conversar con mi compañero
de banco, quien me cuchicheó que estaba prohibido hablar durante la hora de
estudio.
Miré a mi profesor.
César Vallejo -siempre me ha parecido que ésa fue la primera vez que lo vi-
estaba con las manos sobre la mesa y la cara vuelta hacia la puerta. Bajo la
abundosa melena negra su faz mostraba líneas duras y definidas. La nariz era
enérgica y el mentón, más enérgico todavía, sobresalía en la parte inferior
como una quilla. Sus ojos oscuros -no recuerdo si eran grises o negros-
brillaban como si hubiera lágrimas en ellos. Su traje era uno viejo y luido y,
cerrando la abertura del cuello blando, una pequeña corbata de lazo estaba
anudada con descuido.
Se puso a fumar y siguió mirando hacia la puerta, por la cual entraba la
clara luz de abril. Pensaba o soñaba quién sabe qué cosas. De todo su ser fluía
una gran tristeza. Nunca he visto un hombre que pareciera más triste. Su dolor
era a la vez una secreta y ostensible condición, que terminó por contagiárseme.
Cierta extraña e inexplicable pena me sobrecogió. Aunque a primera vista
pudiera parecer tranquilo, había algo profundamente desgarrado en aquel hombre
que yo no entendí sino sentí con toda mi despierta y alerta sensibilidad de
niño. De pronto, me encontré pensando en mis lares nativos, en las montañas que
había cruzado, en toda la vida que dejé atrás. Volviendo a examinar los rasgos
de mi profesor, le encontré parecido a Cayetano Oruna, peón de nuestra hacienda
a quien llamábamos Cayo. Éste era más alto y fornido, pero la cara y el aire
entre solemne y triste de ambos tenían gran semejanza.
El hombre Vallejo se me antojó como un mensaje de la tierra y seguí
contemplándolo. Tiró el cigarrillo, se apretó la frente, se alisó otra vez la
sombría melena y volvió a su quietud. Su boca contraíase en un rictus doloroso.
Cayo y él. Mas la personalidad de Vallejo inquietaba tan sólo de ser vista. Yo
estaba definitivamente conturbado y sospeché que, de tanto sufrir y por
irradiar así tristeza, Vallejo tenía que ver tal vez con el misterio de la
poesía. Él se volvió súbitamente y me miró y nos miró a todos. Los chicos
estaban leyendo sus libros y abrí también el mío. No veía las letras y quise
llorar...
Así fue como encontré a César Vallejo y así como lo vi, tal si fuera por
primera vez. Las palabras que le oí sobre la Tierra son también las que más se
me han grabado en la memoria. El tiempo había de revelarme nuevos aspectos de
su persona, los largos silencios en que caía, su actitud de tristeza inacabable
y otros que ya aparecerán en estas líneas.
Por la noche, durante la comida, me preguntaron en casa:
-¿Te gusta tu profesor?
-Sí -respondí.
Era inexacto. No me había gustado precisamente. Me había impresionado y conturbado,
interesándome, pero no sin producirme una sensación de lejanía. Después de la
comida, por indicación de mi abuela, escribí a papá. Un pequeño lápiz romo fue
garabateando mis impresiones. Cuando llegué a las del colegio y Vallejo, no
supe qué decir sobre él. Después de pensarlo mucho y ensayar varias
explicaciones, escribí que mi profesor se parecía a Cayo Oruna. Tiempo después
supe que, al leer la carta, mi madre había sonreído con dulzura y mi padre se
dio a pensar en el poeta. Amaba a su pueblo y pudo otear a Vallejo desde el
fondo de su alma llena de quebrados horizontes andinos.
En Trujillo, Vallejo tenía detractores tenaces así como partidarios
acérrimos. En casa, como en todas las de la ciudad, las opiniones estaban
divididas. Los más lo atacaban. Mi tía Rosa, persona muy culta y dada a leer,
que escribía a hurtadillas, era su admiradora incondicional. "¡Es un gran
poeta, es un genio!", decía casi gritando, en medio del barullo de las
discusiones. Recuerdo perfectamente que, cierta vez, llegó un tío mío
enarbolando un diario en el cual había un poema de Vallejo. Avanzó hacia
nosotros.
-A ver, Rosita, quiero que me expliques esto: "¿Dónde estarán sus manos
que, en actitud contrita, planchaban en las tardes por venir?". ¿Esto es
poesía o una charada? A ver, explícame...
Mi tía Rosa tomó el diario y, a medida que iba leyendo, su faz enrojecía. La
mujercita frágil y nerviosa que era se irguió por fin llena de rabia:
-Éste es un hermoso poema y si no lo entiendes, la culpa no es de Vallejo
sino tuya, que eres un bruto.
La discusión se armó de nuevo.
Mientras tanto, yo continuaba yendo a clase. César Vallejo nos enseñaba
rudimentos de historia, geografía, religión, matemáticas y a leer y escribir.
También trataba de enseñarnos a cantar, pero nosotros lo hacíamos mejor que él,
pues tenía muy mala voz. En cuanto a marchar, no se preocupaba de que lo
hiciéramos bien, cosa en que ponían gran empeño con sus discípulos los maestros
de grados superiores. Cuando los alumnos del colegio pasábamos en formación por
las calles, yendo al campo de paseo o en los desfiles del 28 de julio, los del
primer año de primaria, con nuestro melenudo profesor a la cabeza, no
marcábamos regularmente el paso y éramos una tropilla bastante desgarbada.
Oíamos que la gente estacionada en las aceras murmuraba viendo a nuestro
profesor: "¡Ahí va Vallejo! ¡Ahí va Vallejo!".
Algo que le complacía mucho era hacernos contar historias, hablar de las
cosas triviales que veíamos cada día. He pensado después en que sin duda
encontraba deleite en ver la vida a través de la mirada limpia de los niños y
sorprendía secretas fuentes de poesía en su lenguaje lleno de impensadas
metáforas. Tal vez trataba también de despertar nuestras aptitudes de
observación y creación. Lo cierto es que, frecuentemente, nos decía:
"Vamos a conversar"... Cierta vez se interesó grandemente en el
relato que yo hice acerca de las aves de corral de mi casa. Me tuvo toda la
hora contando cómo peleaban el pavo y el gallo, la forma en que la pata nadaba
con sus crías en el pozo y cosas así. Cuando me callaba, ahí estaba él con una
pregunta acuciante. Sonreía mirándome con sus ojos brillantes y daba golpecitos
con la yema de los dedos, sobre la mesa. Cuando la campana sonó anunciando el
recreo, me dijo: "Has contado bien". Sospecho que ése fue mi primer
éxito literario.
No siempre le producían placer nuestros relatos. Un día llamó a un
muchachito que era decididamente tardo. El pequeño, quizá más trabado por el
mal talante que traía nuestro profesor -tenía la boca y el entrecejo fieramente
fruncidos-, no pudo decir casi nada, repitió varias veces la misma frase y de
repente se calló. "Siéntese", le ordenó con cierta despectiva rudeza.
El chiquillo se fue a su banco y, cruzando los brazos, metió entre ellos la
cabeza y se puso a llorar ahogadamente. Vallejo se incorporó estremecido y fue
hasta el pequeño. Estrechándole las manos lo llevó hasta su mesa, donde le
acarició la cabeza y las mejillas hasta calmarlo. Sacó un gran pañuelo para
enjugar las lágrimas que brillaban aún sobre la carita trigueña y luego se
quedó mirándolo largamente. Sin duda, en la desconsolada angustia del narrador
frustrado, sintió esa que a él mismo solía oprimirlo muchas veces y ha aludido
en sus versos. Cuando recuerdo aquella ocasión, me parece verlo arrodillado con
la mirada, sufriendo por el niño y él y todos los hombres.
Pero había ratos en que la alegría se paseaba por su alma como el sol por
las lomas, y entonces era uno más entre nosotros, salvo que grande y con la
autoridad necesaria para tomarse tremendas ventajas. Había que verlo cuando
hacía de detective. Estaba prohibido comer frutas o chupar caramelos durante la
hora de clase. Los chicos solíamos comprar preferentemente, por la razón de que
eran abundantes y baratos, unos caramelos a los que llamábamos cuadrados,
mercancía que más prodigaba la escasa generosidad de los dulceros estacionados
en la esquina del plantel. Vallejo, con la cara metida en el libro, fingía leer
mientras alguno le daba la lección, pero lo que en realidad hacía era echar bajo
las cejas miradas exploradoras sobre toda la clase. Cuando descubría a algún
delincuente se erguía con una sonrisa triunfal y, yendo hacia él, lo
amonestaba: "¿No he dicho que no coman cuadraos en clase?". En
seguida le quitaba los caramelos, sacándolos con aspaventera diligencia de los
bolsillos, y los repartía entre todos o los más próximos según la cantidad.
Nunca supe si lo que le gustaba más era sorprender a los infractores o repartir
los caramelos entre los chicos. Durante tales batidas nos embargaba su mismo
espíritu juguetón y reíamos todos llenos de felicidad.
El reglamento prescribía el castigo de reclusión para los que tuvieran mala
conducta o no dieran bien sus lecciones. César Vallejo, durante todo el día,
iba formando una lista de los que hablaban durante la hora de estudio o no
sabían la lección pero, a la hora de salida, rompía la tirilla de papel en
pedazos. Se comprende que no otorgábamos mucha importancia al hecho de ser
apuntados en su lista, pero de tiempo en tiempo y sin duda para que no nos
propasáramos, solía darnos sorpresas y, a las cuatro de la tarde, entregaba la
compungida cuota de reclusos del primer año de primaria al inspector de turno.
Su castigo usual era simple y directo: un tirón de los cabellos que quedan a la
altura de las sienes.
Por las mañanas llegaba a clase minutos después de la primera campanada y
aun con un retardo más considerable. Entrábamos a las ocho, pero acaso se
entregaba mucho a la vigilia de la creación o a trasnochar en compañía de
amigos -que lo eran suyos todos los escritores jóvenes de la ciudad- o a sus
estudios de universitario, de modo que el sueño lo retenía demasiado. Su
impuntualidad alcanzó tal grado que, cierta mañana, el propio rector del
colegio acudió a ver lo que pasaba y se puso a tomarnos la lección. Cuando
Vallejo arribó, se produjo una escena embarazosa que el rector cortó diciéndole
que pasara por su oficina a la hora de salida. Durante un tiempo estuvo
llegando temprano, pero después volvió a las andadas y, aunque ya no con tanta
frecuencia, seguía presentándose tarde.
Fuera del colegio sus versos continuaban provocando la consiguiente reacción
de comentarios ácidos y laudatorios e inclusive de protestas. Corrió la noticia
de que nuestro profesor había sido asaltado durante la noche por un grupo de
individuos que trataron de cortarle la melena. Él se había defendido dando
feroces puñetazos y puntapiés. Miré con curiosidad su melena de león. Estaba
intacta. Me pareció que durante esos días, tanto como sin duda le duró la
impresión del ataque, su tristeza habitual tenía algo de violencia contenida y
acendrada amargura.
Me conmovió mucho el asalto, no alcanzando a explicármelo. He de decir que
para ese tiempo ya me había vuelto un admirador de Vallejo, si cabe la
expresión. Fue que un día, decidido a examinar esa misteriosa e incomprensible
poesía por mí mismo, me atreví a pedir a tía Rosa los versos de mi profesor,
que ella recortaba sin dejar uno y guardaba celosamente. Al dármelos, hundió
los lirios de sus manos en mis cabellos y me dijo que si no los entendía, no
pensara mal del autor. Metido en mi cuarto, de bruces sobre la mesa y los
poemas, me di cuenta primeramente de que tenían muchas palabras cuyo
significado ignoraba. Busqué un grueso diccionario que apenas podía cargar y me
dediqué a una exploración que me resultaba muy difícil.
Lejana vibración de esquilas mustias,
en el aire derrama
la fragancia rural de sus angustias.
A buscar la palabra esquilas. A buscar mustias. A medida que avanzaba en mi
penosa lectura, me iban asaltando y dejando muchas y contradictorias emociones.
Sufría y gozaba, me esperanzaba y desconsolaba. Me invadió un pleno sentimiento
de felicidad cuando, en ese mismo poema, pude captar al gallo ("aleteando
la pena de su canto"). Entendiendo y no entendiendo, el poema
"Aldeana", uno de los primeros publicados por Vallejo, me pareció muy
hermoso.
La emoción del crepúsculo rural, los sonidos y los colores de la tarde
muriente me envolvieron. ¿Qué secreta cualidad hacía que ese hombre escribiera
así? Encontré poemas menos pictóricos que no entendí de principio a fin, y al
leer "Idilio muerto", la pregunta hecha a mi tía Rosa en pasados
meses me pareció formulada a mí mismo. Yo tampoco entendía lo referente a las
manos y muchas líneas más. De todos modos, me consolé con lo poco que había
comprendido y pensé que acaso, cuando yo fuera grande...
Entregué a tía Rosa sus recortes sin decirle media palabra y ella no me dijo
nada tampoco. Pese a sus momentáneas exaltaciones, era muy fina y seguramente
temió herirme si sus preguntas resultaban indiscretas. Mas desde aquella vez,
me alegraba como si hablara en mi nombre cuando ella elogiaba a César Vallejo y
me sentí más cerca de mi profesor. Algo había podido apreciar de la belleza que
prodigaba en sus versos.
En cuanto a su hosquedad y su tristeza... bueno, Cayo Oruna... y uno está
tan solo a veces... Porque yo me sentía muy solo en el colegio... Los
muchachitos solían burlarse de mi condición de "serrano" y de que
tenía chapas y era muy ingenuo. De modo que cuando corrió la voz del asalto a
Vallejo, yo tuve una gran pena y sentí ganas de rebelarme contra alguien. Que
dejaran en paz a ese hombre. Él era un gran poeta. En todo caso, no hacía mal a
nadie con su melena y con sus versos...
Y el profesor, que era a la vez un artista triste y solo, seguía dándonos
clase y el tiempo pasaba. En las horas de conversación me hacía hablar no sólo
de lo visto por mí sino de lo que había oído contar. Recuerdo que le impresionó
la historia de un ciego que vivía en una hacienda próxima a la nuestra, quien
iba de un lado a otro por los ásperos senderos de la serranía, tal como si
tuviera ojos, y podía reconocer por el timbre de la voz a personas a las cuales
no había oído durante años y además era adivino. Una tarde me preguntó:
"¿Tú lees otros libros?". Le informé y me dijo que, como ya sabía el
reglamentario, llevara otros para leer. Claro que cargué hasta el salón de
clase los libros de cuentos que me obsequiaban mis parientes o yo compraba con
mis propinas, y también las revistas y libros que mi tía Rosa quería prestarme
sacándolos de su biblioteca personal. A veces, Vallejo me preguntaba sobre mis
lecturas y, por mi parte, nunca le conté que me había atrevido con sus versos.
Temía que me interrogara si los había entendido y, en tal caso, tener que
confesarle que no del todo, que en buenas cuentas casi nada o nada. No
consideraba suficiente excusa la posibilidad de explicarle que tía Rosa me
había advertido que yo era muy niño para poder apreciar esos poemas. Así que me
callaba esperando tiempos mejores. Sería grande y podría hablar con el mismo
señor Vallejo de sus versos y de toda clase de versos. Cuando una vez me pidió
que recitara algo, me guardé las esquilas en el fondo del pecho y dije uno de
los más simples versos infantiles que sabía. Era uno que comenzaba así:
¿Oyes el zorzal, María?
Desde el arbusto florido
En donde tiene su nido,
Al cielo su canto envía.
Los jueves por la tarde íbamos de paseo a un lugar situado no muy lejos de la
ciudad, donde jugábamos a la pelota y corríamos. A raíz de mi recitación, me
llamó a su lado una de esas tardes y, sentados sobre la grama, me pidió que le
recitara todos los versos que sabía. Así lo hice, teniendo que repetirle varias
veces el que dejo apuntado, y me regaló una naranja. Después, se quedó sumido
en un gran silencio. Su expresión plácida de momentos antes había desaparecido.
Inmóvil, con las manos sobre las rodillas, parecía mirar a los chicos que
jugaban al fútbol y habían señalado el emplazamiento de los arqueros con
montones formados por sus sacos y gorras. Noté que las incidencias del juego no
le interesaban y que, en suma, no estaba viendo nada. Su prolongado silencio
llegó a incomodarme. Yo no sabía qué decir ni qué hacer. Él estaba como ausente
y yo esperaba en vano que me permitiera marcharme. "¿Puedo irme?", le
pregunté. Su silencio y su inmovilidad persistieron. Casi furtivamente, me
escurrí de su lado, corrí a dejar mi saco y mi gorrita en uno de los montones y
me puse a patear la pelota...
En el tiempo que siguió -creo que ya habíamos pasado del medio año de
estudios- nuestro profesor me trataba con cierta cordialidad. Cuando tropezaba
conmigo en su camino me daba una amistosa palmadita en el cogote. Pero no
podría decir que entre mí y los otros niños hacía una diferencia muy especial.
Posiblemente pensaba: "Éste es un muchachito al que le gusta leer", y
me daba rienda suelta en eso. En cambio yo, lenta y progresivamente, había ido
adquiriendo una fe ciega en él. Hay cierta predisposición al partidarismo en el
alma de los jóvenes y los niños y, en cuanto a Vallejo, yo me había vuelto un
definido parcial suyo. No me cabía duda de que ese hombre extraño era un gran
artista, aunque a nadie hubiera podido explicarle bien por qué lo creía. Esta ocasión
llegó una tarde, antes de clase. Uno de mis compañeros manifestó que su padre
afirmaba que Vallejo no era nadie, ni siquiera como poeta. Mi madre me había
dicho que honrara y respetara a los maestros, porque su tarea es muy noble, y
le reproché:
-¿Y qué? Es profesor y eso es bueno...
-¿Crees que ser profesor es una gran cosa? Y todavía ser el último profesor
de un colegio, el de primer año... Un "muertodehambre"...
Recién comencé a darme cuenta del desdén con que se mira a los profesores en
el Perú. El chico que hablaba era miembro de una de las grandes familias de la
ciudad, e hijo de un médico famoso. Estaba muy pagado de todo ello y, para
terminar de apabullar al pobre profesor, dijo:
-Ni siquiera como poeta sirve... mejor es Chocano. Es lo que dice mi padre,
que sabe lo que habla.
-Es un gran poeta -repliqué muy afirmativamente.
-¿Qué sabes tú? ¿Crees que porque te deja leer libros puedes hablar?
-Es un gran poeta -insistí.
-A ver, dinos por qué es un gran poeta...
No supe qué razones aducir. Referirme a la opinión de tía Rosa no me parecía
suficiente. Hubiera querido decir algo definitivo.
-Dinos ahorita mismo por qué es un gran poeta -repitió mi oponente.
Yo estaba perplejo. Como a algunos pugilistas en trance de caer vencidos, me
salvó la campana.
Día a día, lección a lección, el año de estudios pasó. Llegaron los exámenes
y nuestro profesor nos aprobó a todos, citándonos para la ceremonia de la
repartición de premios, que se realizaría a fines de diciembre.
La fecha llegó. Esa noche, el gran patio de honor del Colegio Nacional de
San Juan estaba de gala. Profusamente alumbrado y con asientos arreglados en
forma de galerías, mostraba al fondo un estrado donde tomaron asiento el rector
y los profesores. Casi todos llevaban vestido de etiqueta. Las familias de los
alumnos fueron acomodadas delante y, nosotros, a los lados y detrás. Los
mocosos del primer año fuimos lanzados a una de las últimas filas. Debido a que
Vallejo ocupaba un lugar muy secundario en el estrado, sólo se le podía ver la
cabeza. Pero ella, grande de melena y cetrina de tez, resaltaba claramente
entre tanta pechera blanca y tanta luz... y entre tanta cabeza sin carácter.
No viene al caso que detalle la ceremonia. Es sí pertinente que refiera que
no me tocó ningún premio porque, como éramos varios los que obtuvimos las
primeras notas, los habían sorteado y los favorecidos fueron otros. Casi al
terminar el acto Vallejo abandonó el estrado y vino hacia nosotros. Viéndome
sin ninguna cartulina de premio en la mano, recordó lo ocurrido y me dijo:
"No te importe la suerte". Cambió algunas palabras más con muchos de
nosotros, nos preguntó a varios dónde pasaríamos las vacaciones y luego se
marchó. Al poco rato, pudimos advertir que, en vez de volver al estrado, se
había puesto a pasear por los corredores. En medio de la penumbra que arrojaban
las arquerías, veíase apenas su silueta negra, alargada, casi fantasmal, tras
el cocuyo de su cigarrillo.
Cuando el rector, solemnemente, declaró clausurado el año escolar, César
Vallejo se dirigió a la puerta y salió, confundiéndose entre la muchedumbre
formada por los estudiantes y sus familias. Instantes después lo volví a ver en
la calle, yendo hacia la plaza de la ciudad. Magro, lento, se perdió a lo
lejos... Pude haberle dicho adiós, pues no volvería a verlo más. Cuando las
clases se reabrieron, César Vallejo no dictaba ya el primer año ni ninguno. Al
recordarlo, siempre tuve la impresión de que estaría haciendo un duro camino de
artista y hombre cargado de penas y distancias.
(*) Publicado originalmente en 1944 en Cuadernos Hispanoamericanos, este perfil
del gran poeta del Perú apenas si ha tenido difusión.
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