En este hecho, incontrovertible, está precisamente la solidez del amor como imperativo interior que nos mueve a creyentes, ateos, agnósticos o libres pensadores.
Guillermo Giacosa, da en el blanco. (Jesùs Hubert)
Me pareció, al principio, una perogrullada que no merecía mi atención, pero, una tarde de desánimo, la revista volvió a mis manos y aquello de la 'falta de amor' me hizo pensar que las perogrulladas, por su evidencia misma, solían volverse invisibles. Era tiempo, además, donde todo debía sustentarse sobre argumentos recargados de citas y de observaciones brillantes. La simplicidad no era una especialidad de esa izquierda nacional que pretendía recuperar para sí la gran potencialidad política del peronismo, cuyo esquema proponía "la felicidad del pueblo y la grandeza de la nación" o "una nación socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana".
Tampoco allí había demasiado vuelo intelectual. Sin embargo, era la base que movilizaba a las grandes masas, que eran el único motor de las reformas que todos soñábamos implantar. Hoy creo, más allá de las complicaciones del léxico económico, que la sociedad humana padece, simplemente, por falta de amor.
El teólogo Hans Küng, de la Universidad de Tubingen, en un texto espléndido reproducido por el diario Clarín de Buenos Aires, revela algo que pocos cristianos saben: la idea del amor al prójimo es muy anterior a Jesús y, observándola sin procurar competir sobre quien lo dijo antes, aparece como una norma elemental de supervivencia para la sociedad humana. Más, hoy las neurociencias afirman que en nuestro cerebro priman los circuitos que estimulan la empatía y la compasión.
Por ello, todas las culturas, sin saber lo que hoy sabemos sobre nuestro cerebro, pero llenas de una inmensa sabiduría intuitiva, subrayaron el amor al prójimo como un objetivo ineludible de la sociedad humana. "Confucio -dice Küng- fue el primero en formular la regla de oro de la reciprocidad: 'No le impongas a otro lo que no elegirías tú mismo'.
También aparece en la tradición india. El jainismo la enuncia así: 'Un hombre debe tratar a todas las criaturas como le gustaría que lo trataran'. El hinduismo nos dice: 'No debemos comportarnos hacia otros en forma desagradable. Esa es la esencia de la moralidad'".
Continúa Küng: "Sesenta años antes de Cristo, el rabino Hillel propone: 'No hacer a otras personas lo que a ti te es doloroso'. Jesús lo expresó de manera positiva: 'Así que, en todo, traten ustedes a los demás tal y como quieren que ellos los traten ustedes'. El islam tiene un concepto similar: 'Ninguno de ustedes es creyente hasta que desee para su hermano lo que desea para sí mismo'".
Prosigue Küng: "Estas reglas éticas transculturales forman elementos estructurales de una ética humana común y hacen que la idea de un antagonismo profundo entre valores asiáticos y occidentales sea casi irrelevante".
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