Los enfermos
empiezan a acudir como moscas al hospital. No existe vacuna ni tratamiento
específico contra el ébola. La hidratación por vía venosa, el paracetamol y las
penicilinas pueden ayudar a vencer el virus, pero comienzan a escasear. Los
vómitos de algunos infectados dejan rastro en los colchones. La infección se va
asentando. Las comunidades aisladas desconfían de la medicina occidental y
prefieren a menudo la brujería o la magia. Muchos creen incluso que la fiebre
es un complot o un invento de los blancos y que acudir a un centro médico sería
garantía de muerte. Por eso las ceremonias de inhumación contra las que el
padre Miguel ha de luchar. Cuando los integrantes del cortejo tienen contacto
directo con el cadáver también pueden transmitir el mal. El propio presidente
de la comisión de salud del Senado liberiano, Peter Coleman, aboga por una
campaña informativa «pueblo a pueblo», «puerta a puerta». No hay precedentes,
según Médicos Sin Fronteras, de un brote de ébola como este. «Estamos solos, en
manos de Dios», confesaría el padre Miguel en una de sus misivas a familiares.
El Gobierno, impotente para controlar la epidemia que se avecina, baraja cerrar
las fronteras. EnSierra Leona, otro de los focos, los hospitales se defienden
mejor. «Ellos, al menos, tienen material que les proporciona una mina de oro de
Inglaterra», prosigue el sacerdote español en su carta. Aquí, en España, no hay
oro ni voluntad a la vista en ese momento. Tanto sus hermanos de la orden como
el Gobierno siguen a la espera contando muertes y enfermos a través de los
periódicos. Nada se mueve. Y ya van más de dos centenares de fallecidos en África
occidental. Como si el pasado no pudiera repetirse.
«Seguimos en la
lucha sin parar, buscando soluciones, todas de prevención. No hay tratamiento
para nada. Cada día más decepciones del personal [médicos, enfermeras,
colaboradores] por la falta de medios... Un abrazo y disfruta. Tu primo del
alma, Miguel».
12 de julio. St. Joseph's Catholic Hospital de
Monrovia, Liberia
Mucho antes de
que el sacerdote Miguel Pajares llegara a Liberia el virus ya había dado la
cara. La primera vez,1976, en dos brotes simultáneos ocurridos en Nzara (Sudán)
y Yambuku (República Democrática del Congo). La aldea en que se produjo el
segundo de ellos está situada cerca del río Ébola, que da nombre al
microorganismo. El 26 de agosto de ese año, Mabalo Lokela escribía de forma
involuntaria su nombre en la Historia. Ese día, este profesor de escuela de 44
años residente en Yambuku, Zaire (actual República Democrática del Congo), se
convertía en el primer caso de ébola registrado en los libros de medicina
modernos. La epidemia provocó 280 muertos, con 318 infectados sólo en la
localidad.
Ahora, casi
cuatro décadas después de su descubrimiento, una nueva epidemia se extiende de
forma mortal en el oeste de África occidental. Es un mal que hasta la fecha no
cuenta con vacuna. Y las víctimas crecen a su paso: desde que se identificara
el primer caso el pasado 2 de diciembre en Guinea-Conakry, 983 personas han
perdido la vida en el intrincado cruce de caminos de Sierra Leona, Guinea y
Liberia.
Desbordado por
tanto horror, el misionero Pajares busca consuelo a 4.800 kilómetros de su casa
natal, en la familia. «Él eligió morir por los más desgraciados», tercia
Begoña, la prima de sus ojos, con la que Miguel ha compartido días alegres,
privaciones y sueños en la misión hospitalaria de Liberia. «Allí estaba su
paraíso, era el hombre más feliz de la tierra, era mi brújula y la de miles de
personas que a él se acercaban». No puede contener las lágrimas Begoña. «No es
justo, aquella gente no se puede morir así. ¡Que los saquen de allí cuanto
antes! Los que vivimos como ricos, ¿qué somos, animales?». Tampoco su amiga
Cruz reprime el llanto. Las dos saben del sufrimiento ajeno, son el bastón del
héroe de La Iglesuela fuera de Liberia. «No somos de misa de domingo»,
apostillan. «Seguimos a Miguel». Lo mismo en la aldea que le vio nacer hace 75
años.
Bajo un almendro
del huerto cercano a la puerta de su habitación, su hermano Félix, de 78 años,
añora las tardes en que Miguel mataba las horas leyendo a la sombra del frutal.
«Luego subía hasta la iglesia y por allí se ponía a charlar con los vecinos.
Siempre le preguntaban por África», recuerda. «Él no quería volver, se debía a
su otra familia, la de la orden, y a los pobres aquellos». En el saloncito del
apartamento, justo debajo de la casa de piedra de sus hermanos, destaca nada
más entrar un cuadro con rostros anónimos de africanos. Es la última cena. Y
hasta Jesús es negro.
«Por aquí está su
habitación, el baño y una pequeña cocina para que se sintiera más
independiente», interviene Carmen, la cuñada. En un lateral del jardín, una
piscina redonda donde Miguel se refrescaba en los días de verano. «No fallaba»,
dice la cuñada, «casó a todos los sobrinos y bautizó a todos los primos.
Incluso estando con malaria vino a enterrar a su madre, Marcelina», de 99 años.
Y cuando el calor apretaba por aquí «buscaba unos días para visitarnos,
preguntaba cómo le iba la vida a la gente, si había alguna necesidad, y se
acercaba a la iglesia para rezar».
El corazón
empezaba a fallarle más de la cuenta y aprovechaba su estancia para que le
hicieran «una ITV» en Madrid, dice su hermano Félix.
«Ayer me sentí
mal, con fiebre y débil. La analítica dio fiebres tifoideas que comenzamos a
tratar ayer por la tarde. La noche no ha bajado la fiebre...».
2 de julio. St.
Joseph's Catholic Hospital de Monrovia, Liberia
Diez días antes
de aquel «seguimos en la lucha sin parar del 12 de julio, el misionero habla de
su salud por primera vez. Mal tiene que sentirse para contárselo a sus seres
queridos. En su casa de La Iglesuela hay rezos. También en la de Begoña, Ester,
Cruz, Emilio, Félix... Hay miedo a que pudiera contagiarse. «Si tengo ébola,
confío en que España flete un avión para volver», diría a este periódico.
El mismo día 2,
finalizada la jornada, el padre Miguel escribe:
«Otra malísima
noticia me llegó anoche con plena fiebre. El administrador del hospital que
hacía las veces de Patrick me vino a preguntar si yo iba a ir hoy. Su mujer
lleva una temporada con nosotros y él tiene miedo»
Sigue
escribiendo: «Esperamos que mañana vengan a fumigar el hospital, se ha
pospuesto de ayer, hasta que no vengan no me lo creo. De paso las casas de
hermanas y hermanos quieren otro tanto. También nos ha prometido venir gente
ajena al Gobierno para hacernos un estudio general de sangre». La muerte ronda.
«Si tenemos que quedarnos aquí será horrible». Los médicos y enfermeras que los
deberían tratar o están enfermos o agotados. Y la Policía ha cortado
carreteras, especialmente las que comunican a las comunidades infectadas.
No queda ahí la
cosa. Ese 2 de julio, después de contar los problemas con el administrador,
añadía: «Nuestro dolor es de impotencia. Si todos los hospitales se cierran,
¿qué pasará con otros pacientes? Esta misma mañana a un familiar de la cocinera
que tiene diabetes nadie la recibe. Es terrible».
Iban quedando los
infectados recientes de ébola y los desahuciados. «Miguel está delicado y con
todo esto del ébola habrá empeorado mucho. No sé qué pasará con él», se
lamentaba este miércoles a Crónica Emilio. «Él eligió consciente aquella vida
y, si algo le pasara, no sería un fracaso. Al contrario. Todo lo que hecho en
la vida ha sido por defender a los pobres», añade Emilio.
[El misionero
había regresado a Liberia con el corazón reparado tras ser intervenido el 20 de
junio. Su corazón encajaba mal la angustia y el estrés de ver cómo el ébola se
acercaba. Por eso tuvo que venir a España: le pusieron un stent (una especie de
muelle) para ensancharle la arteria y evitar coágulos. Fue la última vez que
vieron a Miguelito, como hablan de él en familia].
«Por culpa del
ébola, una señora falleció hace tres días y ha dado positivo. En su estancia
pasaron al menos 13 personas. Aunque todas o casi iban protegidas con blusa,
guantes... tienen miedo y quieren dejar de trabajar, estar en su casa en
cuarentena. Lo que más urge ante esta peste es material protector para el
personal. El Gobierno no da nada, como siempre bla, bla, bla. Te escribo para
que veas si alguien lo puede mandar gratis... Y si tuviera que ser hasta Ghana,
por Iberia. Si ves que te supera y no puedes hacer nada, no te preocupes. Dime
algo».»
10 de julio. St.
Joseph's Catholic Hospital de Monrovia, Liberia
Mientras las
autoridades planean el cierre de las escuelas, los rituales de brujería
aumentan en el interior del país. El último informe de la OMS advertía de 16
nuevos casos y nueve fallecidos en Liberia. Las cifras del país desde el inicio
del brote: 131 casos (63 confirmados, 30 probables y 38 sospechosos) y 84
muertes (41 confirmadas, 28 probables y 15 sospechosas). La propia directora de
la Organización Mundial de la Salud, la china Margaret Chan, reconoce que el
virus se está moviendo más rápido de lo normal.
Patrick Nshamdze,
estrecho colaborador del padre Miguel y director del hospital en Liberia, se
multiplica junto al sacerdote. Desde la siete de la mañana del 10 de julio
hasta la madrugada del día siguiente los dos, mano con mano, atienden
personalmente las riadas de enfermos que llegan con fiebre. Los que tienen
diarreas y vómitos -dos de las señales de ébola- son los primeros en pasar a
las consultas. Las aerolíneas internacionales comienzan a cancelar algunos
vuelos al país africano. «Te escribo para que veas si alguien lo puede mandar
gratis», insiste el religioso a sus allegados en España. La prima Begoña
moviliza a otros familiares y a su amiga Cruz. Entre todos juntan un contenedor
repleto de mascarillas, guantes, batas, apósitos, medicinas. Pero
desgraciadamente la ayuda no llegaría a tiempo. Se quedaría en un almacén del
aeropuerto de Liberia.
Nshamdze, pese a
los primeros diagnósticos que descartaban que tuviera ébola, terminó derrotado
por el virus. Morirá en la madrugada del 1 al 2 de agosto. Ya para entonces, el
padre Miguel llevaba días infectado. Aunque también sus primeros análisis sólo
hablaran de fiebres tifoideas, el religioso de Toledo no se sentía tranquilo.
Cuando Patrick estaba enfermo pero supuestamente no de ébola, Miguel y demás
personas de su alrededor bajaron la guardia. Su error les costó el contagio.
«Por fin puedo
brindaros una realidad que nos viene preocupando desde hace meses, y que cada
día tocamos o evitamos tocarla, la epidemia de ébola (...). Os parecerá
mentira, pero nos falta lo más elemental para prevención: guantes, vestidos
aislantes, máscaras, desinfectantes, etc, dado que no hay tratamiento específico
para el ébola (...). El mismo problema lo está sufriendo otro hospital de
Sierra Leona, la campaña es común (...). Me gustaría daros mejores noticias. No
os asusto con casos alarmantes, prefiero que la esperanza sea nuestro objetivo.
Un abrazo fuerte, aunque aquí están prohibidos por la enfermedad»
14 de julio. St.
Joseph's Catholic Hospital de Monrovia, Liberia
Predicaba en el
desierto. Pasaban ya de 300 los muertos en Liberia, Sierra Leona y Nigeria. En
el hospital del padre Miguel la fiebre, los mareos y los vómitos se
multiplicaban al paso de las horas. Los sueros, los antibióticos, incluso los
termómetros, comenzaban a escasear. Ya no quedaban camas donde reposar a los
más débiles. Y cuando ya no podía más -la ayuda no llegaba-, Miguel cambiaba el
fonendoscopio por el rosario.
No se arrugaba.
Exploraba y cuidaba, a pelo, a los que llegaban con sospechas de padecer ébola.
«Él ha sido siempre así, un hombre con mucho valor», recuerda la misionera
Esther Biribi, amiga y colaboradora tiempo atrás, que compartió con él tres
años en Liberia. «Era habitual verle al pie de la cama de un afectado de
malaria cogiéndole la mano y animándole a resistir», recuerda hoy desde Roma la
sor guineana. «Él era consciente del peligro, claro, pero no reparaba en el
mal, que alguien pudiera infectarlo. Miguel sólo veía a la persona, al ser
humano. Es muy sereno, risueño, emana autoridad».
Biribi toma aire.
Enmudece. Parece traumatizada al otro lado del teléfono. La noticia de que su
compañero de misiones en África, al que había seguido como a un mesías durante
25 años, tiene el virus, le ciega la memoria por un instante. «A los enfermos
él les decía: "No te preocupes". Y ellos le contestaban: "¿Por
qué todo es tan sencillo para ti". Miguel era el referente. Era dios en el
hospital».
Al final de la
conversación, Biribi pregunta un tanto angustiada: «¿Y la ayuda de material?
¿Se la han mandado, les llegó bien?». Le damos un mala noticia. El contenedor
con material sanitario que el propio Miguel solicitó insistentemente había
salido, sí, pero nunca llegó a quienes lo necesitaban. Según pudo averiguar
Crónica, hasta este martes seguía varado en el aeropuerto de Monrovia. Nadie se
había hecho cargo de su traslado al hospital cercado por el ébola.
Al oírlo por boca
del periodista, la monja Esther Biribi se queda sin palabras. Implora a Dios.
Habían pasado 22 días desde el 14 de julio cuando el padre Miguel lanzaba la
llamada de socorro a familiares y amigos, quienes advirtieron a la orden,
encargada de hacer llegar el material a tiempo. La orden que abrazó hace 64
años. Tenía tan sólo 11 cuando reclutaron a aquel niño huesudo, educado y
despierto, nacido en una familia humilde de campesinos de La Iglesuela.
Corría el año
1949 y en la aldea de Toledo los de San Juan de Dios andaban en busca de nuevas
vocaciones. Algo debió de ver él, el cura Juan, párroco del lugar, que pronto
le ofreció a Marcelina y Gregorio, padres del chico, llevárselo a Madrid. Iba
con todos los gastos pagados, para recibir educación en la escolanía de la
calle Concha Espina de la capital.
«Miguel se marchó
muy animado», cuenta su hermano Emilio Pajares. «Ya de pequeño era un chico al
que no le importaba quedarse sin las cosas en favor de un amigo. Lo de ser
solidario nació con él». Y con esos mimbres se hizo sacerdote y luego
enfermero. Tenía claro Miguel que su destino no estaba en una sacristía de
ciudad ni por el púlpito de una catedral. Él predicaría en el infierno. «No
necesitamos más, se pasa con lo que tenemos», solía repetir cada vez que alguien
se ofrecía a mandarle un televisor u otro capricho occidental a África. Lo
aplicaría en Ghana, en Sierra Leona o en Liberia, durante los más de 20 años
que pasaría en África.
«Os comparto
nuestro sufrimiento que no acaba. Espero vuestra oración»
2 de agosto. St. Joseph's Catholic Hospital de
Monrovia, Liberia
Patrick Nshamdze,
su compañero de lucha, al que atendió al enfermar, ha muerto hace apenas unas
horas tras permanecer varios días ingresado. Las palabras de la carta de Miguel
también sonaban a despedida. Y en cierto modo, lo eran. El «dios» del hospital
ya no podía seguir haciendo milagros.
El virus que
llevaba combatiendo se le había metido en las entrañas. «El diablo dentro», que
diría él este jueves al embarcar en el avión medicalizado que le traía yacente
a España. Horas antes, en el hospital de Liberia, se había resistido. No quería
abandonar a Juliana, la monja hispanoguineana que lo ayudaba, y a Chantal
(congoleña) y Paciencia (guineana). «Si ellas se quedan, yo me quedo», dijo a
los sanitarios españoles enviados al rescate.
Temía lo peor.
«Si se quedan aquí no tendrán a nadie que las cuide». Miguel no sabía que el
vuelo estaba programado sólo para dos, Juliana y él. A los dos sedaron y los
metieron en una urna de plástico esterilizada. La mujer vino sin que se supiera
si tenía ébola. Lo suyo, al final, son fiebres tifoideas.
Suerte diferente
a la de sus queridas Chantal y Paciencia, con diarreas masivas y vómitos. «Os
comparto nuestro sufrimiento que no acaba. Espero vuestra oración». Palabra del
«dios» del hospital de Liberia, que lucha por sobrevivir en una
habitación-burbuja.
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