El lenguaje coloquial no es neutro. Revela la
procedencia, el entorno social, el nivel educativo y cultural de una persona.
Pero con la globalización, el lenguaje se va uniformando, en términos y giros. Y ese proceso
no es inocente, ni inocuo.
Mientras sus grandes corporaciones se van apropiando de campos, mares y ríos,
el lenguaje del capital va convirtiendo en mercancía cualquier actividad humana
y reduciendo las relaciones entre personas a un intercambio comercial, intereses más,
intereses menos. Y la educación no escapa a ello. Sobre esta nueva realidad,
nos habla el brillante periodista Eduardo Gonzales Viaña.(Jesús Hubert)
La educación y el canibalismo
Acabo de hacer una estadística de mis actividades
empresariales durante las dos últimas décadas. Según mis cálculos, he concedido
40 mil 500 créditos en ese período a unos 6 mil clientes que los solicitaron en
las empresas donde he trabajado en Berkeley y Oregón, en los Estados Unidos.
No soy un banquero ni presto servicios en alguna entidad
crediticia. Tampoco vendo casas, zapatos, software, acciones en la bolsa ni
hamburguesas. Los créditos a los que aludo los he concedido en mi condición de
catedrático en las universidades arriba mencionadas.
“Crédito” es la palabra con la que ahora se debe llamar a
los que antes eran notas o grados. Diseñado en Norteamérica y metido por la
puerta falsa de la imitación en nuestros centros académicos, ese vocablo
equipara en el maestro la noble función de transmitir la sabiduría con los
meneos y regateos de un traficante de bienes y servicios. En el otro lado, el
estudiante deja de ser un desinteresado buscador de la verdad para convertirse
en un desconfiado “cliente” y en un ávido y roñoso acumulador de créditos.
Se trata, por supuesto, de un típico producto lingüístico
norteamericano. La ingenuidad “americana” y el afán por ser exactos y por
cuantificar en dólares cualquier acontecimiento de la vida humana han producido
confusiones tan aberrantes como ésta y brutales reducciones del mundo físico
como aquella proclama de que “time is money”. Por desgracia, el vocablo ya se
metió en todo el mundo.
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Pero hay más. La era de la globalización y la supuesta
victoria del mercado sobre la filosofía están significando un diluvio de
palabras tomadas de ese dominio y aplicadas a campos -concretamente, el de la
educación- que ni remotamente les corresponden.
En décadas pasadas, expresiones como “aperturar” en vez de
abrir y “al interior” por no decir “dentro” o “en el interior” eran solamente
muestras de cursilería honesta. En nuestro tiempo, las palabras traídas del
mercado no son una sólo una tontería sino el anuncio tétrico de un futuro
regido por la economía en el que la existencia del hombre, controlada y
aritmetizada, se halle al servicio de un nuevo totalitarismo.
Al lado de los “créditos” se encuentran ya en el léxico de
nuestra educación vocablos como empresa, cliente, marketing, reingeniería y
productividad. Aparte de pronunciarlas para ganar estatus o prestigio, los
nuevos teóricos de la educación deberían mostrar al público el real contenido
de ese “producto-palabra” que tan empeñados están en vender.
Una universidad o un hospital no son “empresas” como sí lo
es, por ejemplo, la industria del calzado. Una fábrica de zapatos es creada
para buscar un normal beneficio económico y no, precisamente, para beneficiar a
las plantas de los pies de los seres humanos.
Por supuesto, los aplicados discípulos de Adam Smith pueden
probar que la búsqueda individual del beneficio supondrá indirectamente un
mayor bienestar colectivo y, por lo tanto, la nueva fábrica de zapatos será
recibida con un suspiro de alivio por las plantas de los pies. Sin embargo, la
primera meta de un hospital o de una universidad no es esa, y no debería serlo.
Aunque los teólogos de la libre empresa y los charlatanes de
la “excelencia” lo hagan, no hay que confundir el momento económico presente en
toda actividad humana con una empresarialización universal.
Pensar en el estudiante como un “cliente” implica asumir que
el cliente siempre tiene la razón, y si mi alumno me dice que Caracas, Lima,
Quito, Río de Janeiro y Buenos Aires son ciudades de México, tendría yo que
responderle: “Digamos que tiene usted razón, pero mejor pasemos a otro punto”.
Hasta hace poco un estudiante era evaluado en base a lo que
demostraba saber de una determinada disciplina y en base a la inteligencia y
capacidad crítica con la que demostraba saber interpretar y reelaborar dichas
nociones.
Ahora, en cambio, más que esas destrezas, importa la
cuantificación de los créditos que directamente se refieren a la cantidad de
dólares que el alumno supuestamente “invirtió” en nuestras universidades.
Los créditos fueron el primer paso de un camino que
conduciría a que el mercado se apoderara de la educación. LA universidad
estatal comenzó a ser desprestigiada y abandonada a su suerte, mientras que la
privada es hoy más cara y excluyente. Eso ocurrió en todo el mundo. En el Perú,
el nuevo sentido de la educación quedó consagrado por el Acta que sustituye a la Constitución del
Estado.
Lo que hay detrás de todas estas nuevas palabras no es un
contenido más sublime ni más eficaz sino el decidido intento de capturar la
educación y transformarla en instrumento de un capitalismo cada vez más salvaje
y carnicero.
La educación neoliberal está provista de un despiadado
mecanismo selectivo -la universidad- que privará de ingreso a los menos
pudientes y dejará en el basurero cualquier tipo de solidaridad con los más
pobres y desafortunados. Una aritmetización de la existencia. Un desatado
canibalismo. Una nueva forma de vivir en el planeta Tierra. (Fuente:
elcorreodesalem)
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