El intelectual colombiano Carlos Vidales estuvo alojado en la casa de José María los días
previos a su suicidio. Pudo compartir y conocer de cerca el estado de ánimo y las pulsiones vitales de Arguedas en sus últimos días. Aquí su testimonio excepcional. (Jesús Hubert)
Arguedas: su corazón, rey entre sombras
Aquel helado mediodía de agosto, José María miró a través de
la ventana y dijo:
— Ese sujeto debe estar muriéndose de frío.
"Ese sujeto" era el árbol del
jardín. Yo pensé, viendo brillar los claros ojos de Arguedas, que el enorme
vegetal había sentido la fraternal preocupación del novelista. Porque José
María era capaz de establecer con los objetos de la naturaleza —animales,
plantas, ríos, montes—, una comunicación de espontánea camaradería. Todas las
cosas respondían a su llamado, sencillamente porque respondían desde su propio
corazón.
"Oh corazón, Rey entre sombras..." José María
amaba ese poema de Javier Sologuren. Abandonado en la infancia, recogido y
amado por los indios comuneros de los Andes peruanos, blanco entre indios hasta
la adolescencia, indio entre blancos desde la juventud hasta la muerte,
transitando en la vida, como por una escalera, todas las capas, estamentos y clases
sociales del Perú, indio paria, indio comunero, indio obrero, cholo de
servicio, empleado mestizo, profesor universitario, eminente antropólogo,
gloria de la literatura, admirado, adulado y temido por la aristocracia limeña,
rubio de ojos azules con corazón de indio, testigo estremecido de los seculares
dolores de su pueblo, protagonista íntimo de su propia obra, habitante y
constructor de los cuentos infernales y mágicos de Diamantes y pedernales ,
del trágico y solemne Yawar Fiesta , de la desconsoladora y tenebrosa
novela El Sexto , de la inmensa ternura de Los ríos profundos y
del riguroso estudio social de Todas las sangres , él había conocido
tinieblas más hondas, más terribles que las sugeridas por el poeta: "He
aquí que te he escrito, feliz, en medio de la gran sombra de mis mortales
dolencias", habría de decir al líder campesino Hugo Blanco, una semana
antes del suicidio.
Era un niño apenas cuando su padre, abogado de pobres,
perseguido por los grandes gamonales, debió dejarlo en manos de crueles
parientes:
"El subiría la cumbre de la cordillera que se elevaba
al otro lado del Pachachaca; pasaría el río por un puente de cal y canto, de
tres arcos... Y mientras en Chalhuanca, cuando hablara con los nuevos amigos,
sentiría mi ausencia, yo exploraría palmo a palmo el gran valle y el pueblo;
recibiría la corriente poderosa y triste que golpea a los niños, cuando deben
enfrentarse solos a un mundo cargado de monstruos y de fuego..."
Así nos contó José María esa separación en su novela Los
ríos profundos. El 17 de mayo de 1969 le confesaba a su diario íntimo: "A
mí la muerte me amasa desde que era niño, desde esa tarde solemne en que me
dirigí al riachuelo de Huallpamayo, rogando al Santo Patrón del pueblo y a la Virgen que me hicieran
morir..."
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Siete días antes había escrito: "Anoche resolví
ahorcarme en Obrajillo, de Canta, o en San Miguel, en caso de no encontrar un
revólver. Ha de ser feo para quienes me descubran, pero me he asegurado de que
el ahorcamiento produce una muerte rápida".
Mientras el suicidio madura definitivamente en su cerebro,
José María va dando forma también a su última novela. Dicen los mitos antiguos
de Huarochirí que el mundo consta de una parte de arriba y una parte de abajo.
Estas dos partes se unen, de vez en cuando, gracias a dos zorros que conversan
relatándose los pormenores de sus planos respectivos. Ese diálogo entre El
zorro de arriba y el zorro de abajo es cabalístico, esotérico, pleno de
ingenio y poesía. Arguedas introduce estos dos zorros en su novela: ellos le
dan el título y le permiten explicar cómo "la parte de arriba", la
sierra peruana, se volcó hacia la costa, hacia "la parte de abajo",
en el auge tremendo de Chimbote, el gran puerto pesquero del Perú. Entretejidos
con el hilo central de la novela aparecen los diarios íntimos de Arguedas; por
ellos nos enteramos del proceso interno en cuyo cauce se va precisando el
suicidio.
Entretanto, José María llega al más alto grado de
comunicación personal con la naturaleza. Allá en la casa de Los Ángeles, en las
afueras de Lima, yo le vi conversar frecuentemente con los perros de sus
vecinos: Tarzán, Nerón, Laila, Poncho, Chalaco, El Doctor. Pero entiéndase
bien:
"Muchas veces he conseguido jugar con los perros de los
pueblos, como perro con perro. Y así la vida es más vida para uno. Sí; no hace
quince días que logré rascar la cabeza de un nionena (cerdo) algo grande, en
San Miguel de Obrajillo. Medio que quiso huir, pero la dicha de la rascada lo
hizo detenerse; empezó a gruñir con delicia, luego (cuánto me cuesta encontrar los
términos necesarios) se derrumbó a pocos y ya echado y con los ojos cerrados,
gemía dulcemente..."
Yo era apenas un misti, un blanco. Esa comunicación con
el mundo no humano sólo despertaba en mí una indefinida ternura. En cambio, él,
entendía: era un indio , un indio quechua que además de haber sido
moldeado por la experiencia secular y colectiva de los suyos, hombres que viven
fundidos al corazón del universo, enredados al alma del orden natural, había
también quedado solo —débil cachorro de hombre— en medio de "un mundo
cargado de monstruos y de fuego". Desde pequeño, buscando refugio, había
puesto los sentidos atentos en el rumor de la hoja, el silbo del pájaro, el
pulso imperceptible de la piedra, porque los hombres "algo nos
hicieron cuando más indefensos éramos; yo recuerdo muchas cosas, pero dicen que
las más peligrosas son aquellas de las que no nos acordamos. Así será".
Así será, pues. Pero su risa explosiva ha quedado para
siempre resonando dentro de mí; él tenía una carcajada que casi siempre le
hacía perder el equilibrio. La repitió muchas veces ese miércoles, la
antevíspera del disparo fatal; porque aquella noche, en un prodigio de
simulación, la charla de José María fue feliz, ocultando su ya resuelto
designio de matarse.
Pero también, durante los largos meses que en su casa viví,
habíamos hablado de otras cosas que esa noche no recordamos. "El marxismo,
decía, me dio disciplina, pero no mató en mí lo mágico". Amaba a Melville,
Dostoievsky, Guimaraes Rosa, García Márquez.
Rulfo, el gran mexicano, era cuento aparte:
"¿Quién ha cargado a la palabra como tú, Juan, de todo
el peso de padeceres, de conciencia, de santa lujuria, de Hombría, de todo lo
que en la criatura humana hay de ceniza, de agua, de pudridez violenta por
parir y cantar, como tú?"
Y es que "la palabra, pues, tiene que desmenuzar el
mundo". Es el zorro de abajo quien habla así, en la última novela de
Arguedas. Y dice:
"El canto de los patos negros que nadan en los lagos de
altura, helados, donde se empoza la nieve derretida, ese canto repercute en los
abismos de roca, se hunde en ellos; se arrastra en las punas, hace bailar a las
flores de las hierbas duras... ¿no es así?"
El zorro de arriba responde: "Sí. El canto de esos
patos es grueso, como de ave grande; el silencio y la sombra de las montañas lo
convierte en música que se hunde en cuanto hay".
Y el zorro de abajo:
"La palabra es más precisa y por eso puede confundir.
El canto del pato de altura nos hace entender bien todo el ánimo del
mundo".
Mientras los dos zorros dialogan haciéndonos conocer por qué
el idioma de la naturaleza es, para los hombres del mundo quechua, más claro e
inteligible que el idioma que brota de la boca humana, José María compone y
recompone su novela. Cambia el orden original de los capítulos, corta mitades
de página para trasladarlas de sitio con ayuda de la cinta transparente,
intercala sus diarios íntimos. A veces parece confundirse y anota en mitad del
relato: "¿A qué habré metido estos zorros tan difíciles en la
novela"?
Ha estado trabajando en el libro en Santiago de Chile,
donde, según dice, "soy feliz y escribo sin interrupciones". Lee a
sus amigos capítulos enteros de la obra. Escucha sugerencias. Pide consejos.
Acepta transformar una y otra vez los nombres de los personajes. Consiente en
dar a conocer la armadura, el esqueleto, la gestación íntima de la novela.
Búsquese otro ejemplo parecido de humildad y modestia intelectuales en la
historia literaria de América. No se encontrará.
En agosto de 1969 regresa al Perú con la estructura de la
obra resuelta y el plan del suicidio en plena ejecución. Se reintegra a la Universidad. Los
hechos políticos producidos en los claustros —luchas de facciones,
incomprensiones, sectarismos—, acentúan la depresión de su ánimo. Pero no
olvida sus afectos y convicciones profundas, y escribe
"al pueblo hermano de Vietnam, llameante. A este pueblo
que, en el medio mismo del mundo, en la edad del espanto, nos hace conocer que
el fuego que hizo el hombre con su mano sigue ardiendo en el fuego de sus
manos".
"Cuando unas gentes, los yanquis, pretendieron inmolar
en Vietnam al pueblo entero con máquinas de fuego, a fuego construidas, cuando
creyeron que así podían dominar el mundo, el pueblo de Vietnam, con el sólo
vigor de sus manos eternas, los ha hecho correr hasta la luna".
Pero los estados depresivos son más frecuentes ahora. En los
primeros días de noviembre decide dejar la novela como está. Envía con Sybila,
su compañera, un ejemplar de su libro Todas las sangres , al
dirigente campesino Hugo Blanco, preso desde hace cinco años en la cárcel- isla
de El Frontón, retribuyendo así el relato que Blanco le enviara para animarlo,
al saberlo decaído.
Es entonces cuando Hugo Blanco escribe a José María una
carta en quechua, agradeciéndole el obsequio. Es un mensaje lleno de esa ternura
que sólo los indios de los Andes saben dar —" taytay José María,
padrecito mío"— y que transforma la depresión del novelista en una
exaltación embriagadora y contagiosa.
Esa noche nos amanecemos José María, Sybila y yo. Ebrio de
alegría, Arguedas nos lee una y otra vez la misiva de Hugo Blanco. Trasladamos
la traducción al papel. A cada instante, José María exclama: "¡Es un
indio! ¡Puro indio!"
Sí. Con él podía entenderse. Jamás se conocieron
personalmente, pero Hugo Blanco lo había comprendido mejor que los mejores
críticos, mejor que sus mejores amigos mistis. Él era de los suyos:
"hermano Hugo, querido, corazón de piedra y de paloma... hermano Hugo,
hombre de hierro que llora sin lágrimas: tú, tan semejante, tan igual a un
comunero, lágrima y acero".
El suicidio se posterga. La respuesta al hermano Hugo,
también escrita en quechua, deberá ser un mensaje de esperanza y de
solidaridad, pero también una despedida cuidadosamente redactada para que su
significado profundo sólo pueda descubrirse después de la muerte:
"Yo no estoy bien, no estoy bien; mis fuerzas
anochecen. Pero si ahora muero, moriré más tranquilo. Ese hermoso día que
vendrá y del que hablas, aquel en que nuestros pueblos volverán a nacer, viene,
lo siento, siento en la niña de mis ojos su aurora; en esa luz está cayendo
gota por gota tu dolor ardiente, gota por gota, sin acabarse jamás..."
La noche de aquel miércoles, cuarenta y ocho horas antes del
disparo fatal, José María me preguntó sobre la posibilidad de publicar su breve
y conmovedora correspondencia con Hugo Blanco. Quería que fuese una revista de
izquierda, extranjera, Punto final , la primera en dar a conocer esas
cartas. Pensaba que ello ayudaría a la campaña internacional en favor del
indulto para el líder campesino. Me comprometí a adelantar mi previsto viaje a
Santiago de Chile para cumplir sus deseos, y de común acuerdo fijamos la fecha
de mi partida: sería el domingo siguiente.
Pero el viernes se desató la tragedia.
Mañana se dirá, tal vez, que lo mató el cansancio, la incomprensión
o la neurosis. Pero mientras existan los "pongos" , los
siervos de la tierra; en tanto suene en el aire "el rezo de las
señoras aprostitutadas, mientras el hombre las fuerza delante de un niño para
que la fornicación sea más endemoniada y eche una salpicada de muerte a los
ojos del muchacho" ; mientras los indios de las punas sean"piojosos,
diariamente flagelados, obligados a lamer tierra con sus lenguas" ,
mientras existan la injusticia, la humillación y el oprobio, habrá muchos
Arguedas muriendo y renaciendo sin cesar en el doliente pero algún día
victorioso corazón de los que sufren.
Sí: "tremenda y deslumbrante la aurora me mataría,
si yo no llevase, ahora y siempre, otra aurora dentro de mí" , era la
frase de Withman que Arguedas repitió incansablemente durante nuestras largas
conversaciones. Porque habiendo perdido hasta la fe en sí mismo, jamás perdió
la fe en el porvenir de los suyos.
José María se disparó un balazo en la cabeza el viernes 28
de noviembre de 1969. Pero durante cinco días terribles estuvo aún latiendo su
poderoso corazón, rey entre sombras.
(Publicado por primera vez en ESTRAVAGARIO, Revista Cultural
de "El Pueblo" de Cali, N° 39, página 1, domingo 19 de octubre de
1975. La viuda de José María Arguedas, Sybila Arredondo, sufrió cárcel
oprobiosa durante largos años en el Perú, bajo condiciones inhumanas. Fue
finalmente puesta en libertad en 2002.)
C.V. (Estocolmo, 1997-2003).
Esto me sirve de mucha ayuda. Gracias por la información sobre este capo de la literatura.
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