Obra del muralista ecuatoriano Oswaldo Guayasamin |
En la primera clase de un curso de introducción a la antropología, cuenta el profesor (a) a sus estudiantes que todas las personas del planeta tierra y en todos los tiempos desde que somos Homos sapiens (desde hace aproximadamente cien mil años) tuvieron y tenemos una cultura y una lengua. Cultura quiere decir modo de vivir, de ser, de pensar, de sentir, de plantear y resolver problemas, de amar, de entender el mundo, de comunicarnos y de dar sentido. Durante más de 95 mil años todos los seres humanos vivieron en millares de pueblos y culturas sin saber leer ni escribir. Hoy, en 2012, el número de analfabetos podría bordear la cifra de mil millones de personas. La oposición entre cultura e incultura, fue inventada para justificar los privilegios de quienes se sintieron y sienten superiores. La antropología enseña también que desde los primeros pasos de la especie humana los pueblos tienen sabios que no saben leer ni escribir. En lo que ahora se llama cultura occidental se identifica analfabetismo con ignorancia, lo que es simplemente una tontería. En la segunda mitad del siglo XIX, la acepción antropológica de cultura fue pensada y desarrollada desde los bordes de la alta cultura para tratar de entender a miles de pueblos y lenguas existentes en el mundo y en pacífica coexistencia con esa alta cultura, sin pretensión alguna de cuestionarla y, menos, de reemplazarla.
Para seguir leyendo, favor de presionar: Más información
Es relativamente tardío, el cuestionamiento más serio del privilegio que la alta cultura representa. Hace apenas 50 años que aparecieron en América Latina y en el resto del mundo los movimientos indígenas como nuevos actores políticos que reivindican y defienden sus culturas, lenguas e identidades, dejando atrás a todos los indigenismos. Para mostrar esta novedad, escribí hace tres años el texto “Cuando la cultura se convierte en política”, recogido en mi libro Culturas y cultura: realidad, teoría y poder que la Universidad Ricardo Palma tiene ya en su oficina editorial, desde diciembre de 2011.
De dos cosas una: asumimos la tesis de la alta cultura propuesta desde el poder occidental o adoptamos gruesamente la noción antropológica de cultura. Mario Vargas Llosa sabe poco de antropología, no debate las propuestas de esta disciplina. Desde las alturas de su sabiduría, opta por la ironía y califica de “arcangélica” (p. 67) a la perspectiva antropológica de ver las culturas en condiciones de igualdad y horizontalidad. En otro de sus libros, La utopía arcaica (1996) inventó la noción de utopía arcaica para descalificar las propuestas de José María Arguedas, sin tomar en cuenta su obra antropológica y sus convicciones e intuiciones políticas.
Con una gran dosis de optimismo podemos suponer que 1 por ciento de los 7 mil millones de personas que poblamos el mundo, disfruta de la alta cultura y que el 99 por ciento restante permanecería en la incultura. No es por azar que esta proporción coincide con las cifras dadas por los Okupas norteamericanos: 1 por ciento de la población del mundo disfruta de los beneficios del llamado desarrollo.
MVLL cree que la crisis y casi desaparición de la alta cultura explica la masiva difusión de la civilización de espectáculo. Pero él no se pregunta por qué y no podemos esperar respuesta alguna de su parte a esa pregunta clave. Si lo hiciera, sería inevitable atribuirle al capitalismo la responsabilidad principal, pero él no puede llegar a ese extremo porque cree firmemente en el dogma del “mercado libre” como el “sistema insuperado e insuperable en la asignación de recursos” (p. 180). Octavio Paz -célebre poeta y Premio Nobel mexicano- sí condenó al mercado por “la bancarrota de la cultura” (p. 181). En su fase terminal, el capitalismo empieza a agotar todas sus posibilidades. Después de la caída del Muro de Berlín, del naufragio de la Unión Soviética y del ataque terrorista a las torres de Nueva York, obtener la mayor ganancia posible, convertir todo en mercancía, prescindir de toda preocupación ética, borrar las fronteras nacionales, blindar las inversiones de las multinacionales, tratar de desconocer los derechos de los trabajadores, son líneas de política impuestas en el mundo. Antes de 1990 era posible encontrar áreas de la vida social no regidas por la búsqueda de ganancia. Nunca como hoy el capitalismo se ha filtrado por todos los poros de la sociedad. La alegría y casi orgullo de una persona con empleo precario que compra dos soles de pan con una tarjeta bancaria de débito cuyos intereses debe pagar, es una novedad en el país. Se agotan los llamados recursos naturales, el daño a la naturaleza por parte de las empresas capitalistas en todo el mundo parece irreversible y ya tenemos serias evidencias de que nuestra especie está en peligro de desaparición. En algún momento la búsqueda de ganancias tendrá que terminar.
¿Será verdad que la alta cultura está despareciendo? Pareciera que fuera así, pero hay razones también que muestran su buena salud a pesar de algunos golpes sufridos. En el caso peruano, el gasto de algunas decenas de millones de dólares en la reconstrucción del Teatro Municipal y en la construcción del Flamante Teatro Nacional, pensados en beneficio principal de la pequeñísima alta cultura limeña, y la firme convicción de los funcionarios del Ministerio de Cultura (cuidado, cultura solo en singular, como si en Perú hubiese sólo una) para llevar la cultura a los pueblos que no la tienen, son indicadores de una buena salud. La llamada “democratización de la cultura”, con el samaritano propósito de ofrecer una fuente de placer a millones de incultos es un antiguo deseo que más tiene de discurso que de realidad. En el Cercado y pocos distritos de Lima se concentran los teatros mientras en los grandes conos de la ciudad los danzantes de tijeras bailan en condiciones lamentables.
Para terminar, comentaré un hecho social más: MVLL es un promotor y beneficiario de la Civilización de espectáculo, es una figura mediática por excelencia, un ejemplo en carne y hueso de la alta cultura. Recibió de manos del Rey de España el “título de honor o dignidad” de marqués, “categoría inferior al de duque y superior al de conde” según el DRAE. Esta distinción expresa el espíritu mismo que creó la noción de alta Cultura. Nuestro premio Nobel ha recibido muchísimos y merecidos honores, particularmente de universidades del mundo. Estuvo feliz en la ceremonia con el Rey Juan Carlos pero no usa ese título o dignidad. No lo presentan, ni él mismo se presenta como marqués. ¿Será por prudencia frente al deterioro de su amada alta cultura?
Tomado del diario La Primera, de Lima, Perú, del 17/06/2012
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Espero tu amable comentario